Mucha gente está convencida de que esta experiencia colectiva de hacer frente a una pandemia inesperada dejará rastros en nuestra forma de relacionarnos. De hecho ya hace tres o cuatro semanas que estamos todos inmersos en toda una nueva y forzada manera de convivir, sin desplazamientos, sin contacto físico, confinados en pequeñas unidades familiares, a veces solos.
El miedo y la responsabilidad nos han hecho seguir las indicaciones que expertos y responsables nos van dando, con un cumplimiento absolutamente mayoritario y con un grado de resignación, tolerancia e incluso buen humor, también muy destacable. Ante una adversidad como ésta estamos experimentando una gran capacidad de adaptación a las costumbres personales y también, quizás más importante, una más explícita consideración de los que nos rodean. Nos lo tenemos que reconocer y agradecer mutuamente.
Muchos comentarios de estos días han ido también en el sentido de que la reclusión física en casa ha contribuido a crear un ambiente de reflexión corazón adentro, de girar la mirada hacia nuestra interioridad, de identificar y valorar las pequeñas cosas que tenemos dentro, justo ahora que tenemos menos al alcance las de fuera. Ocasiones hemos tenido bastantes. Escribo estas cuatro líneas cuando comienza la Semana Santa, ocasión por excelencia, semana de recreo o recogimiento, según las coordenadas de cada uno.
Más allá de la coincidencia en el hemisferio norte con el período de paso entre el invierno y el verano, del paso recurrente de la oscuridad a la luz, el ciclo pascual cristiano -cuaresma, Semana Santa, Pascua- pone pedagógicamente de manifiesto el gran mensaje cristiano del perdón, de la reconciliación. ¿Qué es el misterio de la redención sino la gran celebración del perdón?
En la convivencia regular entre los humanos también tiene un lugar importante la actitud de perdonar. Es difícil concebir la totalidad de las relaciones humanas como un resultado de equivalencias entre dar y recibir, entre las acciones y las reacciones, entre vender y comprar, entre quien la hace la paga. La unilateralidad del perdón suele tener tanta o más fuerza transformadora que el castigo. Siempre los grandes dilemas: perdón-justicia, amor-temor. No me considero un ingenuo y entiendo todas las complejidades, sobre todo las derivadas de estructurar en normas de convivencia, estado de derecho en sentido estricto, la mezcla envuelta de virtudes y pasiones humanas.
Pongo un ejemplo. Me dolió mucho la actitud pública reciente del Tribunal Supremo intentando influir en la posible excarcelación temporal, en las actuales circunstancias de confinamiento, de los presos políticos catalanes. Con independencia de la parte del estado de derecho que se invoque o que conculque, esta acción no denota una postura de perdón, ésta no persigue transformar una conducta, esta parece alejada de un posible objetivo de reconciliación. En la acción y con el mensaje, camino contrario al espíritu de perdón.
Estos días la naturaleza nos vuelve a obsequiar con miles de brotes verdes, ajena a la coyuntura sanitaria que vivimos. ¡Tanto que buscamos brotes verdes en las incertidumbres que nos rodean! La naturaleza nos perdona la vida cada año. Quien se considera cristiano puede celebrar cada año el perdón que le ha abierto el camino a una vida con más dimensiones. Las largas semanas de confinamiento nos redirigen hacia una conciencia más patente de las dificultades de la vida colectiva.
En un tiempo en que las bienaventuradas tecnologías de comunicación han cargado con la mayor parte del peso de nuestras relaciones, perdonar es volver a empezar, perdonar es hacer un «reset».
La unilateralidad del perdón suele tener tanta o más fuerza transformadora que el castigo. Perdonar es hacer un reset Share on X