Últimos datos de población hoy. ¿Es este un país sin futuro?

Solo un periódico de entre los 10 más importantes de España atendía en la portada la importancia de la noticia con este titular ”La natalidad en España continúa en caída libre un 10% menos que el 2019. Es así como titulaba La Vanguardia su información sobre los datos publicados por el Instituto Nacional de Estadística (INE).

Entre enero y marzo se registran solamente 78.534 nacimientos en España. Un 1,7% menos que el año pasado, que ya a su vez era de los más bajos. Por otra parte, la información también explica que la esperanza de vida sigue creciendo de manera que, los mayores de 60 años significan el 27% de la población mientras que los menores de 14 son tan solo el 14%. Por lo tanto, señala que ni la población en edad fértil ni la tasa de fecundidad auguran que se remonte la situación.

En el caso concreto de Cataluña la variación interanual de este primer trimestre es de -1,58%, ligeramente menor que la media española. Todas las comunidades están en negativo excepto Madrid con 1,33%, La Rioja con 3,37% y Aragón con un increíble 8,07%.

Hace poco la primera ministra italiana Meloni llevó a cabo un gran acto con el nombre de los Estados Generales de la Natalidad como inicio de la respuesta ante lo que es el peor año en nacimientos de aquel país. En el acto participó también el papá Francisco y significó una demostración de la voluntad del Gobierno italiano de ayudar a la familia, que es el único mecanismo posible para que exista la descendencia, como muestran los resultados de Hungría.

España hace tiempo que ha superado en negativo el peor año, o mejor dicho, lo viene superando sistemáticamente, pero la cuestión de la natalidad y la familia no forman parte de la agenda del Gobierno, que se entretiene en elaborar largas listas de tipos de familias en lugar de, sencillamente, establecer ayudas equivalentes a la media europea que, en realidad, tendrían que ser superiores porque nuestro problema demográfico también lo es.

La apelación a la inmigración es la única respuesta que surge, al menos en España, y a diferencia de otros Países de Europa que tienen con más o menos éxito políticas favorables a la familia y a la natalidad. Pero aquella respuesta si es para compensar las consecuencias del déficit está lejos de ser satisfactoria.

Veamos por qué

En primer lugar no existe una conciencia clara de cuáles son los efectos de la pérdida de población. Se ve claro que habrá menos niños, sobrarán plazas escolares, la población envejecerá mucho más rápidamente, pero pocos reparan en otro hecho inexorable de esta dinámica, que conduce a una pérdida de renta por parte del conjunto de la sociedad.

La razón podemos encontrarla en un reciente estudio de Fedea, que señala el efecto que tiene el envejecimiento sobre la renta, por efectos de la jubilación a los 65 años. A partir de esa edad, los importes medios caen, hasta situarse para los mayores de 75 años en la cuantía más baja, 26.750 euros, un 31% inferior a la del siguiente grupo con menos renta bruta media (el de los hogares entre 16 y 30 años) y un 53% inferior a la del grupo con mayor renta bruta media (el de los hogares entre 50 y 65 años).

Esto es debido a que a partir de los 65 años los componentes de la renta familiar bruta por cápita, salarios, excedentes de explotación, es decir beneficios de las empresas, y pensiones y otras transferencias, los salarios caen de una manera importante, son los importes de jubilación los que absorben todo el protagonismo, de manera que constituyen el principal ingreso para más del 80% de los hogares y que supera un 93% para los mayores de 75 años. El resultado de todo ello es que este grupo de población mayor de 65 se sitúa como el contingente humano de menores ingresos, incluido el grupo que le sigue en esta característica, el de los 16 a los 30 años.

Por consiguiente, la jubilación determina un inicio de caída sustancial de los ingresos y es ahí donde radica la reducción en la renta global. Hay un aumento de las necesidades de gasto por parte del Estado para pagarlas. Se produce así un círculo vicioso: habrá menos ingresos por parte de la población y más exigencias de gasto por parte del sector público, lo que inexorablemente conduce a un aumento de la presión fiscal.

Por ejemplo, en el caso de Catalunya en 1986 las prestaciones por jubilación, paro y otras representaba el 8,57% de la renta familiar bruta disponible (RFBD), mientras que el excedente bruto de explotación significaba el 30,6% y las remuneraciones de los asalariados el 61,37%. Pues bien, en 2019, para no considerar el 2020 a causa de la pandemia, las prestaciones de jubilación y paro alcanzaron el 19,8%, casi lo mismo que el excedente bruto de empleo 21,1%, mientras que los ingresos de los asalariados solo se han reducido ligeramente. Esta cifra cercana a la quinta parte de la renta familiar bruta no es un dato extraordinario, sino que con variaciones de más o menos 1 punto viene produciéndose desde el 2009. En otros términos, la renta formada en Catalunya, las prestaciones de jubilación tienen tanto peso como los beneficios empresariales, y su crecimiento se ha disparado. Esto no define una economía dinámica.

El crecimiento por la vía de la inmigración no resuelve el problema porque su productividad y, por tanto, sus ingresos son significativamente menores que la media de la población autóctona, y por tanto no palían el problema. Esto puede observarse en el caso de la ciudad de Barcelona que, manteniendo una población total más o menos constante, dado que desde los 2016 el crecimiento vegetativo es negativo, aquella estabilidad se consigue gracias a la inmigración y esto se traduce en una escasa evolución al alza de la renta global de la ciudad que, en realidad y en términos monetarios reales, es decir, descontada la inflación, es menor hoy que la de 1986.

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