Cuanto mayor sea la duración de nuestro confinamiento y cuanto más absoluto sea, más clara es la necesidad de no hacer vacaciones en julio y agosto. Hasta ahora solo nos hemos planteado la necesidad de que existan mecanismos de ayuda y compensación suficiente para que las personas y las empresas sufran lo menos posible el choque económico, que está en marcha y se atenúe así la recesión que llegará este año. Pero ni el Gobierno, ni nosotros, podemos pensar en términos tan a corto plazo.

El problema de la epidemia durará, podrá remitir, pero seguirá presente entre nosotros, al menos hasta que exista una vacuna eficaz y esta se haya distribuido masivamente. La previsión de dos años, posible según algunos centros especializados, no debe escandalizarnos. No se trata de una certeza, pero sí de una probabilidad razonable. En este largo plazo, el Covid-19 actuará por oleadas. También es posible que la vacuna esté disponible en otoño, lo cual sería un logro único en la historia de la medicina preventiva.

Tampoco sabemos con certeza si este coronavirus, como la gripe, con la llegada de temperaturas más elevadas lo liquidará o lo atenuará, pero es muy posible que, felizmente, en junio el número de casos y defunciones empiece a descender y veamos el verano con una mirada luminosa. Si esto sucede, debemos aportar todos, el esfuerzo de trabajar en lo que en otra época del año serían vacaciones. Forma parte de la lucha de un país contra un enemigo letal. No se trata de que algunas empresas por su cuenta adopten esta decisión, sino que sea una medida general, de manera que todos los centros escolares, si el riesgo ha desaparecido o es muy bajo, abran y de la misma manera lo hagan las universidades. El calendario laboral debe ser modificado de manera que julio y agosto sean meses laborables. Se puede adoptar como atenuante, un régimen de 5 días laborables, pero es necesario en cualquier caso un gran esfuerzo de horas productivas. Es la única manera de atenuar el impacto económico, de garantizar el empleo futuro, y quizás incluso de ganar en productividad.

El estado no tiene más dinero que el que nosotros producimos. La principal exigencia hacia él es que lo gaste de manera eficaz y eficiente, pero es absurdo pedirle que aporte aquello que solo nosotros podemos producir: trabajo, producción.

Una economía de guerra, a la que ahora tantos se refieren, se caracteriza sobre todo por dos cosas. Una industria de guerra es la transformación industrial para producir aquellos bienes necesarios, adaptando la maquinaria y los procesos productivos, y el trabajar más y mejor. Lo primero, pasar a una industria de guerra contra el coronavirus, disponer de suficiente material médico que ahora falta, así como otras posibles necesidades, tiene como responsable principal al Gobierno, que ha de llevar a cabo la iniciativa, y crear los mecanismos necesarios para que las industrias actúen en este sentido. Lo segundo, aunque también necesita de un marco gubernamental, depende sobre todo de nosotros.

Trabajar en julio y agosto en todo aquello que sea posible no es una opción, sino un deber. Clic para tuitear

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