La negociación como problema

La decidida apertura política propiciada por el actual Gobierno de coalición PSOE-UP para negociar con el Gobierno independentista de la Generalitat era necesaria y urgente. La actitud del Partido Popular (enroque y judicialización) ha agravado la crisis y la ha abocado a convertirse en crónica, con erosión de las instituciones del Estado, desestabilización de España y riesgo de involución democrática. Es cierto, además, que este Gobierno de coalición necesita para subsistir (para aprobar los presupuestos) los votos de ERC. Todo ello dibuja un escenario que refuerza la voluntad negociadora del Gobierno de España en la ley, lo que deja fuera del pacto el referéndum de autodeterminación, la relación confederal y la amnistía, pero permite el acuerdo transaccional sobre el resto de las materias (reconocimiento nacional, competencias identitarias, cantidad límite a la aportación al fondo de solidaridad, agencia tributaria y consulta sobre el acuerdo alcanzado).

Pasará mucho tiempo antes de que vuelva a haber un marco tan favorable para que el pacto sea posible. Lo que exige a cada parte tener muy claro lo que la otra no puede ceder en ningún caso, para ceñirse al que sí es susceptible de negociación, que es mucho. Ahora bien, esto no significa que la forma como se ha planteado de entrada la negociación sea, ni de lejos, la mejor. Veamos:

El presidente Sánchez intenta negociar sobre cuarenta y cuatro temas concretos (política de cosas), pero el presidente Torra pretende desviar estas cuestiones a la estatutaria comisión bilateral Estado-Generalitat, por lo que la mesa de diálogo principal -la que concentrará la atención mediática- se ciña sólo a los grandes temas que el independentismo quiere mantener electoralmente vivos, aunque sepa que son inalcanzables. Lo que los rupturistas quieren -pero no Esquerra- es situar bajo el foco mediático el referéndum de autodeterminación, la amnistía y la presencia de un relator que confiera a las conversaciones un perfil de interlocución de tú a tú entre dos gobiernos soberanos. Buscan, de esta manera, asegurar la fidelidad de sus seguidores creando la ilusión de que el proyecto está vivo, aunque se trate de un movimiento circular, lleno de retrocesos, desencantos y renuncias.

Dado que corresponde al presidente Torra la iniciativa de convocar elecciones, si la comisión bilateral encargada de las políticas concretas estuviera ya activada, su mera existencia podría servir para compensar la prolongada esterilidad del Gobierno, su incapacidad para gobernar y tomar decisiones que mejoren la vida de todos los catalanes: inversiones, transferencias y cumplimientos pendientes. Es decir, todo lo que el Gobierno no ha hecho durante estos años. Y, de este modo, si consigue algo, caja !, y si no, bingo !: será una manifestación más del maltrato histórico.

Una negociación así concebida reforzaría, en caso de consumarse, una de las corrientes del independentismo, integrado por aquellas personas que, sin perjuicio de una difusa aspiración sentimental a la independencia, no son, de hecho, independentistas, pero piensan que sólo se conseguirán resultados tangibles del Gobierno mediante una negociación dura enfrentada bajo esta amenaza.

Además, esta negociación conferiría al independentismo la ventaja de aceptar como una realidad cierta lo que no pasa de ser la entelequia independentista más querida: que el independentismo representa toda Cataluña, todo el pueblo catalán. El diálogo se desarrollaría sólo con un Gobierno de la Generalitat que, como el actual, practica, explícitamente y tercamente, la exclusión del otro. Una parte del país se impondría ante la otra.

Evitar estas disfunciones no es tarea fácil, pero la dificultad se convierte insalvable cuando se parte de la idea de que el motor fundamental de la negociación -su prioridad- no es la apertura de un diálogo transaccional sobre las grandes cuestiones -misión de Estado -, sino sólo asegurar la estabilidad del Gobierno central aprobando los presupuestos. Si el escenario es este, puede que el independentismo supere el 50% de los votos en las próximas elecciones al Parlamento, con todo lo que ello representaría, y no tanto por el aumento de sus electores, como por la desmovilización de quienes no quieren la independencia y se sentirían abandonados. Además, también se daría quizá un aumento del voto a Vox, sorprendente por su dimensión. No es fácil evitar que esto ocurra, pero puede dibujarse una respuesta con dos exigencias: una, la agrupación del voto catalanista de centro, con el decidido apoyo de una parte de la sociedad civil; con su dispersión, el mal resultado está cantado. La segunda condición pasa por articular una fórmula que implique, también y directamente, toda la sociedad civil (no sólo la independentista) en el proceso negociador. Esta solución puede adoptar diversas formulaciones, desde incorporar una representación en la mesa de negociación, cuestión sin duda difícil, hasta abrir un diálogo con los partidos no representados y las entidades de más representatividad de la sociedad civil.

Pasará mucho tiempo antes de que vuelva a haber un marco tan favorable para que el pacto sea posible.

Publicado en La Vanguardia el 28 de febrero de 2020

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