¿Hacia el final de la era de los líderes autoritarios?

El periodista británico, Gideon Rachman, es el  comentarista principal de asuntos exteriores en el Financial Times desde 2006. Antes había  trabajado  en The Economist. Acaba de publicar un importante libro: “La era de los líderes autoritarios. Cómo el culto a la personalidad amenaza la democracia en el mundo“.

Desde el 2000, el auge de los líderes fuertes se ha convertido en una característica crucial de la política global; en capitales muy diversas han subido al poder, hombres fuertes, hechos a sí mismos, todos masculinos, hasta el momento actual; normalmente estos líderes son nacionalistas y conservadores culturales con escasa tolerancia hacia las minorías, la discrepancia o los intereses de los extranjeros; en su país aseguran defender al hombre corriente frente a las élites globalistas; en el extranjero se presentan como la personificación de sus naciones; y allá donde vayan, fomentan un culto a la personalidad“.

Rachman cree que estamos en medio del ataque global más prolongado que han sufrido los valores democráticos liberales desde la década de los años treinta del siglo pasado. Según indica Freedom House, organización intergubernamental que elabora informes anuales sobre la libertad política en el mundo, al final de la Segunda Guerra Mundial quedaban doce países democráticos y al finalizar el siglo veinte se contaban noventa y dos. Pero a partir del año 2005 hubo un vuelco. El año 2020 ha sido el decimoquinto año consecutivo de reducciones de la libertad global. El liberalismo lleva años cotizando a la baja.

Los principales líderes fuertes retratados por Rachman en su libro son Putin, Erdogan, Xi Jinping, Modi, Orban, Kaczinsky, Boris Johnson, Trump, Duterte, Netanyahu, Bolsonaro y Abiy Ahmed. El estilo de política de los líderes fuertes  no debe buscarse sólo en los regímenes totalitarios, sino que se encuentra en países democráticos donde el culto a la personalidad y el autoritarismo pasa por las urnas. Sus principales características son: creación de un culto a la personalidad, desprecio por el estado de derecho, afirmación que representan al pueblo real en contra de las élites y una política impulsada por el miedo y el nacionalismo.

Los líderes fuertes desprecian a las instituciones, pero aman al “pueblo”.

Por eso el fenómeno del hombre fuerte está muy ligado al populismo, un estilo político que desprecia a las élites y a los expertos y venera la sabiduría y los instintos del hombre normal. Al mismo tiempo, el populismo está íntimamente relacionado con un estilo de argumentación conocido como «simplismo». Es la idea de que existen soluciones sencillas a problemas complejos, que se ven frustradas por fuerzas perversas. “A menudo se trata de  conspiraciones extranjeras. Los hombres fuertes también suelen apoyar opiniones tradicionales sobre la familia, la sexualidad y el género. En muchos países han hecho campañas contra las élites urbanas y se han volcado con la gente que vive en ciudades pequeñas y en el campo. Prácticamente todos combaten la inmigración con políticas muy restrictivas. Otro rasgo común es que todos se consideran imprescindibles y necesarios. El tiempo en el poder los hace más inamovibles. Por eso es fácil que les rodeen la megalomanía, la paranoia, la soledad, la adulación, la corrupción y las mafias“.

El rechazo a la democracia va implícito en la lógica de estos personajes que tienen aversión a Occidente, al que consideran en declive irreversible, como ocurría con los totalitarismos que construían el hombre nuevo o la raza perfecta hará pronto un siglo en la URSS y la Alemania de Hitler. El dominio de los medios de comunicación es también un denominador común.

Todos los hombres descritos en el libro de Rachman se rebelan contra el consenso liberal que reinó a partir de 1989. Su éxito es un síntoma de la crisis del liberalismo. La autocracia ha cotizado al alza desde 2005 hasta hace poco, pero ahora parece que podría empezar a cotizar a la baja. Dos de sus más conspicuos y veteranos representantes -Vladímir Putin y Xi Jinping- pasan por su peor momento de sus prolongadas permanencias en el poder.

El analista  Xavier Mas de Xaxàs acaba de escribir un ensayo sobre su declive  (“El fin de Putin y Xi”, La maleta de Portbou, noviembre/diciembre 2022).

Cree que «ya no sacan pecho, al contrario, uno y otro se encuentran en un callejón sin salida, en el momento más crítico de sus tiranías». “La pugna que ambos mantienen con las democracias liberales debía decidir el rumbo del siglo XXI y hasta hace poco tiempo pensaban que iban ganando, pero ahora ya no. La pandemia de la covid-19 y la guerra de Ucrania lo han cambiado todo”.

Rusia es una economía extractiva incapaz de crear suficientes puestos de trabajo cualificado, porque eso significaría producir algo más que gas, petróleo y minerales. “¿Qué se le puede comprar a Rusia que no sea energía y vodka? Putin no ha trabajado para construir una economía y un país moderno. No ha estado en la cabeza de los dirigentes rusos desde Pedro el Grande y así han pasado dos siglos“.

“De hecho, la composición morfológica de la URSS no es tan distinta a la del Imperio zarista. Los sirvientes se convirtieron en obreros, pero sin libertad de decidir su futuro. La jerarquía vertical del poder y los privilegios de la clase dirigente se mantuvieron hasta el final. Cuando Putin tomó el control del Kremlin, hace veinte años, su primer objetivo fue restablecer la verticalidad del poder y desde entonces no ha hecho más que reforzarla”. Putin lo ha fiado todo a la energía. Entre 2000 y 2013, Rusia multiplicó por diez la renta per cápita gracias a la dependencia europea de su gas. Sin embargo, desde entonces esta renta ha ido cayendo y hoy está por debajo de la china, que tiene una población diez veces más numerosa. Algunos analistas definen a la Rusia de Putin como un “califato energético”.

La economía rusa es inferior a la italiana y algo superior a la española, es decir, muy pequeña para el país más extenso del mundo y sus 145 millones de habitantes. La demografía rusa es menguante.

El mal de Rusia viene de lejos y es de fondo.

Michel Foucher, geógrafo y diplomático francés, acaba de escribir un libro (Ukraine, une guerre coloniale en Europe, editions de l’Aube) en el que dice: “Rusia está obligada a convertirse en un estado normal, pero para esto tendrá que redefinir del todo su identidad. El principal obstáculo es que las élites rusas no han entendido por qué su sistema se hundió en 1991. No se han arrepentido de los crímenes de Stalin ni de los anteriores, dentro de una larga tradición autocrática y totalitaria, llena de violencia y sufrimiento“.

Putin y Xi han caído en «la trampa de la clase media» en el peor momento posible, cuando no pueden aprovechar la interdependencia económica y tecnológica del mundo, y la subida de la energía y de los alimentos es la mayor en décadas. Es fácil para un país de renta baja crecer deprisa si está bien gestionado. La tecnología lo permite. Pero es mucho más complicado mantenerse en la clase media de las naciones.

Una vez que un país de renta media ha construido las infraestructuras, las fábricas y las viviendas para la gente que ha llegado del campo a la ciudad, una vez que esta clase trabajadora gana un salario justo para cubrir las necesidades básicas, la economía lo tiene mucho más complicado para seguir creciendo. Parece que ya todo está hecho y merma la inversión pública, hay peligro de burbuja inmobiliaria, la competencia es más fuerte, cuesta más alimentar a la población y en consecuencia también los salarios. La gente adapta el consumo a su capacidad salarial y el consumo es el motor del capitalismo.

De repente, cuesta más mantener el nivel de vida y las familias no quieren tener más que un hijo. La losa demográfica pesará cada día más. Rusia no va a pasar este siglo de los 150 millones de habitantes y China de los 1.500 millones.

Cada vez hay más gente con derecho a pensión. Los servicios sociales pronto quedan desbordados. Ni en Rusia ni en China han crecido al ritmo que lo ha hecho la sociedad. El Estado no puede mantener el bienestar prometido porque no puede crear nuevos puestos de trabajo con suficiente valor añadido, es decir, salarios elevados que paguen impuestos. El riesgo de un estallido social vuelve a subir.

La política de covid cero ha sido desastrosa para China.

Funcionó en un principio, pero con las vacunas ya no tenía sentido porque siempre habrá contagios. Las vacunas no las evitan, pero reducen drásticamente el riesgo de muerte. “Xi se decidió equivocadamente por la covid cero. De la misma forma que ocultó todo lo que pudo el estallido de la pandemia en Wuhan en diciembre de 2019, ahora niega a su pueblo la posibilidad de convivir con el virus, y lo hace en contra de la opinión de los expertos que le recomiendan una rectificación. Xi podría comprar las vacunas de ARN mensajero de Moderna y Pfizer BioTech. Son mucho más efectivas que la suya. Le sobra el dinero, pero le falta la humildad de reconocer el fracaso de sus científicos“.

Las redes sociales van llenas de críticas y Xi ya no es el salvador que pretendía ser. Xi se ha implicado a fondo en la gestión de la pandemia porque se ha atribuido el papel de padre de la patria. Putin ha hecho todo lo contrario. Ha delegado la lucha contra la covid en los gobernadores y funcionarios locales. No ha querido corre el riesgo de salir maltrecho, como le está ocurriendo a Xi. Quería preservar la imagen de hombre infalible. Después de todo, ha quedado como un presidente distante, incapaz de mandar y hacerlo para el bien común.

China tiene la segunda economía del mundo. Representa un 18% del PIB mundial. El 22% de todas las manufacturas del mundo llevan la etiqueta Made in China. “¿Pero qué ha hecho Xi para lograr ese éxito? Prácticamente nada. Al contrario. Ha deshecho las reformas económicas que habían hecho crecer a China. Las reformas y la introducción de la economía de mercado en 1978, desterrando el comunismo, han sido la base de la política económica china del sabio y prudente Deng Xiao Ping. Gracias al capitalismo y la iniciativa privada, empezando por la agricultura, cientos de millones de chinos han salido de la pobreza“.

Los criterios políticos se imponen en la gestión de las empresas privadas

Xi es un personaje que ve al sector privado como una amenaza para el poder. Cree estar más seguro con una economía planificada y centralizada propia de la era Mao, la misma que ha derrumbado a la Unión Soviética hasta llevarla a la miseria más absoluta y a su implosión en 1991. Xi ha sometido a las grandes corporaciones -empresas como HNA, Angbang, Tencent y Alibaba- al dictado del Estado. Los criterios políticos se imponen en la gestión de las empresas privadas.

La consecuencia más evidente de este error es que la productividad de las empresas chinas, que eran la envidia del capitalismo occidental, está descendiendo. Es verdad que la guerra de Ucrania, la pandemia y las sanciones de Estados Unidos, que castigan las importaciones de tecnología, también justifican esta bajada, pero -como ha explicado el disidente Cai Xia en la revista Foreign Affairs- la razón principal ha sido la injerencia del Estado.

Todos los esfuerzos a lo largo de más de cuarenta años para crear una clase media ahora parecen insuficientes

Xi está creando un capitalismo de estado que parece contra natura porque ha suprimido la recompensa de la ganancia privada. Li Keqiang, primer ministro durante años, ya confesó hace dos años que las cosas no iban bien. Unos seiscientos millones de chinos -el 40% de la población- cobran salarios muy bajos. Los salarios de los funcionarios se han reducido en un 50%. Todos los esfuerzos a lo largo de más de cuarenta años para crear una clase media ahora parecen insuficientes, lastrados por el desmantelamiento de la economía de mercado y la estrategia de la covid cero. El confinamiento de cientos de millones de personas durante largos períodos de tiempo ha provocado el cierre de unos cinco millones de empresas.

Muchos analistas coinciden en afirmar que las cuatro debilidades de China de hoy son la covid, la desconfianza tecnológica, la incertidumbre económica y el culto a Xi. China está débil, envejecida, con un crecimiento del PIB para este año de un 3,2%, cuando su objetivo era de un 5,5%, y sin perspectivas de que la economía mejore, atrapada por la covid. Los chinos llevan tres años sometidos a confinamientos y estrictas restricciones a la libertad de movimiento. En las grandes manifestaciones que se están produciendo actualmente en el país, en su mayoría de jóvenes, se exhiben papeles en blanco para denunciar la censura y plantear sus reivindicaciones.

Xavier Mas de Xaxàs califica Xi Jinping de marxista ortodoxo que cree en la lucha de clases y en el uso de la violencia, y que hace diez años que se presenta como un nuevo Mao. De Putin piensa que es un fascista ortodoxo. “No tiene creencia alguna, es amoral y violento. Hace veinte años que se presenta como un nuevo zar. Ambos ejercen un poder absoluto, pero con estructuras muy diferentes“.

Putin gobierna con el apoyo del Servicio Federal de Seguridad (FSB), el antiguo KGB.

Él mismo empezó su carrera como agente del KGB y llegó a dirigir el FSB. Sus consejeros más cercanos salen, en gran medida, de los aparatos de seguridad y del ejército. El apoyo ideológico, las ideas para reescribir la historia e inflar el mito nacional salen de los siloviki, literalmente «personas fuertes». Esa gente no ha salido de Rusia. No tienen dinero afuera. Creen, como Putin, que el colapso de la URSS fue la mayor catástrofe del siglo XX.

Fuera del Kremlin y de ese núcleo tan reducido del poder, todo es un juego de sombras. Oficialmente, Rusia es una democracia multipartidista que funciona como un régimen de partido único. Nueva Rusia, el partido de Putin, carece de rival. Comunistas y nacionalistas tienen sus partidos. Forman lo que se conoce como oposición oficial o sistémica. Son partidos fantasma, como Nuevo Pueblo, una formación impulsada por el Kremlin con el objetivo de captar la base electoral del opositor Aleksei Navalni.

No existe una oposición independiente. Los líderes más notables están en prisión, como Navalni, o han sido asesinados. En las elecciones legislativas del pasado mes de septiembre, se presentaron 174 candidaturas independientes, pero el Kremlin sólo validó once.

Putin hace que el Parlamento apruebe leyes confeccionadas a medida para alargar su mandato -ahora hasta el año 2036- y manipula los resultados electorales tanto como sea necesario. Días antes de una cita con las urnas, soldados y jubilados, funcionarios y padres con niños, reciben una paga extra. Rusia ha celebrado todos los comicios como marca la Constitución, pero ninguno ha sido limpio.

Desde 2016 ningún miembro de la oposición real ha ganado uno de los 450 escaños del Parlamento. Todos los esfuerzos de Navalni y de su grupo han fracasado. El Kremlin ha cerrado medios de comunicación y aplicaciones de telefonía móvil que favorecían a la disidencia.

En China no hay elecciones. Oficialmente es un país comunista. El Partido Comunista ejerce todo el poder y Xi es su secretario general. Pero esto no significa que Xi tenga las manos libres. De hecho, las tiene más atadas que Putin. Además de sabias reformas económicas, Deng Xiao Ping estableció una dirección colegiada y un límite de dos mandatos de cinco años, que Xi se ha saltado. Acaba de empezar su tercer mandato. El órgano más importante del sistema es el Comité Central del Politburó del Partido Comunista. Nadie sabe cómo funciona. Es un secreto. Lo forman entre cinco y nueve personas y el presidente Xi lo dirige desde 2012, cuando llegó al poder.

Xi también rompió la separación tradicional entre el partido y el Estado que había diseñado Deng Xiao Ping.

El objetivo era reducir el peso de la ideología en la toma de decisiones tecnocráticas. Deng creía que era necesario blindar la burocracia de la influencia del partido. No veía otra forma de que fuera funcional.

Xi ha utilizado la lucha contra la corrupción para eliminar a adversarios dentro del poder. La corrupción afecta a todos, pero sólo los enemigos de Xi son perseguidos. La vigilancia electrónica reduce al mínimo las comunicaciones de la élite política fuera de los actos oficiales. Todo el mundo tiene miedo de que se le graben las conversaciones. Xi castiga a los adversarios, pero compensa a los amigos. Putin también castiga a los enemigos y gratifica a sus amigos. El resultado, tanto en Moscú como en Pequín, es la proliferación de una mafia en torno a Putin y Xi.

Las tiranías, como bien saben Xi y Putin, terminan con estallidos sociales que se convierten en revoluciones. Todo lo que parecía un día inamovible, al día siguiente se derrumba. Platón explicaba en «El banquete» que, a medida que se hacen grandes, los tiranos acentúan su paranoia. Todos aspiran a un legado eterno y a su lado no hay nadie que les cuente la verdad.

La guerra de Ucrania es un fracaso para Rusia -ninguna de las hipótesis de partida de Putin se han cumplido (guerra rápida, caída rápida de Kiev, no reacción por parte de la UE y de Occidente, apoyo de China y de la ciudadanía rusa)- y la política de covid cero es otro fracaso para China.

Rusia y China, de la mano de Putin y Xi, se han convertido en imperios oligárquicos.

En el caso de Rusia parece incluso natural, pero sorprende en el caso de China. Deng decía que la posición más inteligente era «esconder la fortaleza y plegarse al mismo tiempo». Xi ha roto ese principio.

La democracia liberal, tan criticada incluso en su propio interior por los desencantados, antiglobalistas y antisistema, nacionalistas y xenófobos, parece volver a ser ahora el mejor sistema posible. Sus instituciones, como se ha visto en el caso de Trump en Estados Unidos, garantizan la transferencia de poder y esto implica agilidad y estabilidad.

El Premio Nobel de Economía Paul Krugman acaba de escribir en New York Times un artículo titulado “Así ha perdido China la guerra contra la covid“, en el que podemos leer lo siguiente:  “¿Qué podemos aprender de China? En primer lugar, que la autocracia no es realmente superior a la democracia. Los autócratas son capaces de actuar de forma rápida y decisiva, pero pueden cometer graves errores porque nadie les puede decir cuando están equivocados. El problema de los gobiernos despóticos es que no pueden admitir los errores ni aceptan las pruebas que no les gustan. En lo esencial existe una clara similitud entre la negativa de Xi a dar marcha atrás en relación con la política de la covid cero y el desastre de Vladimir Putin con la guerra de Ucrania. Los regímenes de Putin y Xi están cayendo en la trampa que ellos mismos se han creado“.

Mas de Xaxàs concluye su análisis con estas palabras:China y Rusia sufrirán durante el futuro previsible el declive de sus líderes. Se multiplicarán los muertos por la covid en China y por la guerra de Ucrania. La gente saldrá a la calle para pedir la cabeza de Xi y de Putin. La represión va a aumentar”.

En lo esencial existe una clara similitud entre la negativa de Xi a dar marcha atrás en relación con la política de la covid cero y el desastre de Vladimir Putin con la guerra de Ucrania Clic para tuitear

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