El adiós del Reino Unido a la UE

El año 2016 pasará a la historia de la geopolítica mundial como el de la consagración del repliegue anglosajón, con la doble campanada del triunfo del leave en el referéndum británico sobre el Brexit y la victoria de Donald Trump en las elecciones estadounidenses. La diferencia entre una y otra campanada es notable: Trump puede volver a ganar las elecciones en noviembre de este año, pero en cualquier caso no gobernará más de ocho años. La salida del Reino Unido de la UE, en cambio, puede durar décadas o siglos. Ambas campanadas tienen un origen común: son fruto del populismo que ha seguido a la Gran Recesión de 2007, tan parecido al que se produjo después de la Gran Depresión del 29. Un populismo caracterizado por grandes mentiras (fake news) que algunos líderes políticos sin escrúpulos han sabido vender a mucha gente deseosa de soluciones fáciles a problemas complejos.

La relación entre el Reino Unido y el proceso de integración europea por la vía comunitaria (Comunidades Europeas, hoy Unión Europea), iniciado después de la Segunda Guerra Mundial, siempre ha sido una relación difícil. En 1946, un Winston Churchill arrogante pronunció una conferencia en Zurich sobre la necesidad de que los pueblos europeos se unieran. Allí declaró lo siguiente: «Existe un remedio que en pocos años podría hacer una Europa libre y feliz. Consiste en volver a crear la familia europea o al menos la parte de ella que podamos, y dotarla de una estructura bajo la cual cada pueblo pueda vivir en paz, seguridad y libertad. Debemos construir una especie de Estados Unidos de Europa». Bonitas intenciones y bonitas palabras, pero Churchill las dedicaba a los europeos con la excepción de los británicos, únicos europeos que en sus ojos habían resultado ganadores en la Segunda Guerra Mundial, junto a estadounidenses y soviéticos.

El Reino Unido declinó su participación en el proceso de integración comunitaria a principios de los años 50 del siglo pasado, que comenzó con la creación de la primera Comunidad Europea, la CECA (Comunidad Europea del Carbón y del Acero). Volvió a hacer lo mismo en 1956, cuando los comunitarios se disponían a adoptar dos nuevas Comunidades Europeas: la CEE (Comunidad Económica Europea) y EURATOM (Comunidad Europea de la Energía Atómica). El primer ministro británico de entonces pronunció esta famosa frase: «Los comunitarios no saldrán adelante con su proyecto, si logran sacarlo adelante no obtendrán resultados y, si hay resultados, estos conducirán a un desastre». Contrariamente a las expectativas británicas, la CEE resultó un gran éxito, como ya había sido el caso de la CECA, y la creación del Mercado Común fue su gran resultado.

Ante estos resultados exitosos de la «Europa de los seis» (Alemania Occidental, Francia, Italia y los tres países del Benelux), los británicos decidieron entonces fundar la EFTA, formada por siete estados (Austria, Dinamarca, Noruega, Portugal, Suecia, Suiza y el Reino Unido), conocida popularmente como la «Europa de los siete». Pero el experimento resultó fallido. Al darse cuenta de esto, los británicos acordaron entonces seguir este principio: if you can not beat them, join them (si no los puedes vencer, únete a ellos). Y pidieron la adhesión a la CEE, que el general de Gaulle rechazó en dos ocasiones consecutivas. Aguantaron impertérritos esta humillación hasta que en 1973 consiguieron finalmente entrar en la Comunidad Europea. Una vez dentro, lo primero que hicieron fue organizar un referéndum (1975) sobre la adhesión, que la ratificó.

La pertenencia del Reino Unido a la CEE, y más tarde a su sucesora UE, se centró en la construcción del mercado común y en su sucesor mercado interior único, en el desarrollo de una política comercial abierta al mundo y en dar apoyo a las sucesivas ampliaciones a nuevos miembros del club comunitario. Todo lo que sonaba a una ever closer union (una unión cada vez más estrecha), palabras que figuraban en el Tratado de Roma (CEE), resultaba insoportable para los británicos. No quisieron participar en el euro, ni quisieron ser miembros del espacio Schengen (libertad de circulación de personas). Se opusieron al desarrollo de una política social. Redujeron con Margaret Thatcher su contribución al presupuesto común de la UE (I want my money back, quiero recuperar mi dinero). Frenaron cualquier progreso hacia la armonización fiscal. Neutralizaron los avances en materia de defensa o política exterior compartida. Impidieron que la carta de derechos fundamentales se incorporara al Tratado de Lisboa.

David Cameron, el primer ministro que convocó irresponsablemente por razones puramente partidistas y de ambición personal el referéndum del Brexit, renegoció antes de hacerlo la pertenencia del Reino Unido a la UE hasta el punto de alcanzar un verdadero vestido a medida claramente favorable a los británicos. Estaba convencido de que ganaría el referéndum y que el Reino Unido seguiría dentro de la UE. Su viceprimer ministro, el liberal demócrata Nick Clegg, le aconsejó una y otra vez que no lo convocara, pero Cameron «se veía capaz de desafiar la ley de la gravedad», en palabras de Clegg. Ni la renegociación exitosa de la pertenencia británica a la UE fue suficiente para evitar el Brexit.

Las consecuencias para el Reino Unido pueden ser desastrosas desde diferentes puntos de vista, tanto interiores como exteriores. Interiormente, se puede producir su desmembramiento con la independencia de Escocia y la reunificación de las dos Irlandas. Exteriormente, Inglaterra puede acabar convirtiéndose en un apéndice de Estados Unidos.

La salida del Reino Unido de la UE se ha producido definitivamente el 31 de enero del año en curso y ahora se dispone de once meses para llegar a un acuerdo definitivo de futuro entre las dos partes. Es muy poco tiempo para negociar un acuerdo tan complejo. Tres modelos destacan en el horizonte: una relación tipo Noruega (miembro de la EFTA y del Espacio Económico Europeo (EEE), que garantiza una presencia en el mercado interior europeo sin ser protagonista), una relación tipo Canadá (acuerdo comercial amplio) o una relación comercial sólo basada en las reglas de la OMC (Organización Mundial del Comercio).

La cara bonita de todo, si es que hay alguna, podría ser la siguiente. La plena integración europea, tan deseable y necesaria, no ha sido nunca un camino fácil, pero el Brexit puede convertirse en un revulsivo y abrir una ventana de oportunidad para intentarlo. Si la UE llegara finalmente a conseguirlo, probablemente se haría más atractiva a los ojos británicos. La sociedad británica se ha distinguido siempre por su pragmatismo. Su juventud y la población urbana se han mostrado mayoritariamente partidarios del remain. Por tanto, no es descabellado pensar que los británicos lleguen algún día a llamar otra vez a la puerta de la UE, volver a pedir la adhesión, y estar dispuestos a aportar esta vez sin reservas su gran potencial.

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