Desconfianza a la hora de ir a votar

La inminencia de unas elecciones es una ocasión casi obligada para reflexionar sobre nuestra forma de organizarnos colectivamente, más precisamente, de organizar la forma de gobernarnos. No es que esta convocatoria y los días de campaña oficial que la preceden hayan conseguido salir de los tópicos conocidos en cuanto a la explicación de programas y en la manera de relacionarse los candidatos.

Todo bastante previsible y bastante aburrido, pero siempre hay particularidades.

La novedad esta vez radica en el hecho de que vamos a votar en el centro de la desgracia colectiva de la pandemia y que han sido convocadas de una forma también muy desgraciada, como consecuencia, en primera instancia, de la inhabilitación del presidente Torra y consecuencia, en segunda instancia, de una sentencia judicial contraria a la decisión inicial de quien tiene la responsabilidad de organizarlas, en este caso el Gobierno de Cataluña.

De hecho el 2021 no ha empezado muy bien. Ya a primeros de enero comenzaron a circular por las redes sociales fotos y mensajes castizos que, en modo humorístico, ponían de manifiesto estas sensaciones. Recuerdo uno que me hizo especial gracia por su simplicidad: era la foto de un papel en el que había escrito «con los datos que tenemos hasta este momento, os deseamos un feliz 2022».

Enero fue testigo, entre otras joyas, del asalto al Capitolio de Washington, del último rebrote de la pandemia con las consiguientes restricciones de la actividad, y además, la discutida intervención judicial en la fijación de la fecha electoral. Espanto, miedo, impotencia.

No es de extrañar que, en estas circunstancias, las previsiones de participación sean muy bajas y la bolsa de indecisos muy alta. El incremento de la resistencia ciudadana a la colaboración en la jornada electoral, como miembros de las mesas, que se ha multiplicado por no se cuanto, es un clarísimo indicador del espíritu en que la sociedad catalana se mira este proceso electoral. Con las propuestas de las diferentes opciones políticas a los ciudadanos ya nos hemos mostrado repetidamente escépticos, ya nos hemos acostumbrado a que el marketing ha entrado de lleno en el diseño de las campañas, ya hemos comprobado que la lucha por el voto tiene un gran componente de oportunismo, de corto plazo, de táctica mezquina. Y sin embargo, hemos aprendido a votar.

Lo que me sabe mal es la tendencia a pasar de la poca confianza en programas y políticos a la sistemática, e incluso la desconfianza, en todo lo referente a la representación y gestión de los intereses colectivos y de los mecanismos para llegar a ejercer este poder delegado.

Uno de los pilares básicos de la convivencia es confiar en los demás. La articulación de la vida en sociedad no es equivalente a la maquinaria de un reloj. Necesitamos la confianza para que las normas y leyes que nos autoimponemos sean siempre las más adecuadas, necesitamos confianza para intentar corregir errores, necesitamos confiar en que el conocimiento que no tenemos lo pueden tener los demás.

Es complicado predicar esta actitud más resiliente cuando algunas actuaciones de las grandes estructuras del estado, aquellas que también nos representan si bien de una forma más derivada -monarquía, instituciones judiciales, poder policial y militar, alto funcionariado –  han alimentado la desconfianza creciente hacia cualquier función pública.

Votar no es obligado en Cataluña, y creo que no lo debe ser. La abstención, si es activa, también es una opción que incorpora su propio mensaje. Personalmente, sin embargo, pienso que votar es volver a ejercer la oportunidad de dar confianza, de reconocer que no hay alternativa mejor a dirimir en el seno de nuestra sociedad la manera de cómo queremos convivir.

Desconfiar es jugar siempre a la contra.

Me ha hecho gracia estos días el anuncio de un nuevo programa que los periodistas Terribas y Basté preparan en TV3, «nexes» creo que se llama, en el que nos prometen «que buscarán lo que nos une». Está muy bien, pero quizas que lo busquemos también nosotros.

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