¿Por qué es necesario incluir el análisis geopolítico en la estrategia de las empresas?

Analistas y consultores de prestigio internacional advierten que, en la actualidad, el proceso de definición de la estrategia general de una empresa debe incluir la geopolítica como elemento fundamental. Todo ello al lado de los correspondientes análisis tradicionales sobre entorno económico, financiero, político y social globales, así como sobre el entorno propio de aquellos países en los que la empresa desarrolle su actividad.

La gestión de riesgos geopolíticos exige hoy algo más que sensibilidad

Requiere su integración en la discusión del entorno en el que la empresa desplegará su estrategia durante los próximos años y se convierte en un marco de referencia sobre su idoneidad. Esto significa un cambio de paradigma para una gran mayoría de empresas.

El paradigma dominante durante las tres últimas décadas asumía una tendencia que parecía irreversible hacia la globalización, la apertura creciente indiscutida de los mercados de bienes, servicios y capitales, confianza en las instituciones y normas multilaterales, y un orden internacional fundamentado en la ley y en la cooperación.

El nuevo paradigma geopolítico refleja una reaparición de la rivalidad entre las grandes potencias, el predominio de los intereses nacionales en la agenda de cada gobierno y una menor cooperación. Esto conduce a unas políticas económicas intervencionistas y proteccionistas y al abandono de las instituciones multilaterales“.

Las relaciones entre China y Occidente constituyen un claro ejemplo de lo anterior. Es sabido que Estados Unidos y la UE consideran a China un “rival sistémico“.

El 12 de marzo de 2019, la entonces alta representante para la Política Exterior y de Seguridad de la UE, la italiana Federica Mogherini, remitió a las instituciones europeas un documento titulado “UE-China. Una perspectiva estratégica“, en el que se puede leer lo siguiente:

“China es, al mismo tiempo, en distintas áreas, un socio cooperador, con el cual la UE tiene objetivos estrechamente alineados, un socio negociador, con el que la UE tiene que encontrar un equilibrio de intereses, un competidor en la búsqueda del liderazgo tecnológico y un rival sistémico que promueve modelos alternativos de gobernanza“.

La nueva estrategia de defensa de Estados Unidos (2022) considera que China es el “desafío más trascendental y sistémico“.

Al presentarla, el ministro de defensa, Lloyd Austin, declaró que China “es el único rival que tiene la intención de remodelar el orden internacional y, cada vez más, el poder para hacerlo“.

El nuevo Concepto estratégico de la OTAN (junio de 2022) analiza las perspectivas de la Alianza frente al ascenso chino.

Rusia es el país principalmente visado por la OTAN como agresor por la guerra de Ucrania, pero China aparece más allá de una mera mención, situándola como una potencia autoritaria cuyas “ambiciones y políticas coercitivas desafían nuestros intereses, seguridad y valores“.

A China no se la menciona en la OTAN como una posible preocupación hasta 2019; el anterior Concepto Estratégico de Lisboa de 2010 ni siquiera la incluía.

El gobierno de las empresas (consejos de administración) no puede limitarse a observar tales acontecimientos y verlos con la perspectiva del pasado, suponiendo simplemente que el mundo será un poco menos globalizado que en las últimas tres décadas.

Los mejores analistas y consultores manifiestan que “estamos ante un verdadero cambio de época por lo que a la geopolítica atañe, no solo en una época de cambios”. Sostienen que es imprescindible integrar las dimensiones geopolíticas en la reflexión sobre la empresa del futuro y su estrategia. No se trata sólo de complementar el análisis del entorno económico-financiero clásico con algunos escenarios geopolíticos alternativos, sino de integrar el análisis geopolítico en el proceso estratégico.

El análisis económico-financiero clásico aplicado al mundo actual también avisa, desde su propia perspectiva, de que el “índice de incertidumbre global” está alcanzando hoy niveles exageradamente altos. La cuestión es cómo hemos llegado hasta aquí, cuáles son las bases de esa visión tan insegura respecto al futuro y qué cabría esperar.

Veamos cómo hemos llegado hasta aquí des del punto de vista económico.

Ya antes de la covid-19, la economía mundial había iniciado fuertes procesos de cambio, no necesariamente para bien.

La actitud proteccionista de Estados Unidos, bajo la presidencia de Trump, estaba rompiendo el “consenso de Washington“, que desde el colapso del comunismo (1989/1991) venía dando forma en todo el planeta a una economía de mercado, dinámica, libre, abierta al comercio, favorable a los movimientos de capital, sin inflación, con participación creciente de grandes masas de la población mundial y con éxitos fulgurantes en cuanto a disminución de la pobreza.

En ese entorno liberal tan positivo, la crisis financiera de 2009 revistió una gravedad indudable, pero no pasó de ser un evento transitorio, del que la economía global se recuperó en algo menos de dos años. Sin embargo, el fenómeno provocó giros importantes de carácter populista, entre los que destaca la presidencia de Trump y su retroceso histórico en materia de comercio e inversión internacional. Enarboló, para ello, la bandera de una creciente amenaza china y una clara desconfianza hacia la UE.

La pandemia vino a agravar esos cambios. Constituyó un “shock exógeno“ sin precedentes.

Se trató de un trauma global que, en lo económico, afectaba no solo a la demanda ni solo a la oferta, sino a ambas a la vez, circunstancia que nadie había vivido en tiempos de paz. Por lo mismo, llevó a una contracción súbita de la actividad global, el comercio internacional, la inversión directa y los movimientos de capitales o de personas, sin ninguna clave respecto a la posible duración e intensidad del fenómeno.

La disyuntiva consistía en decidir sobre salvar la economía o salvar vidas

Los gobiernos hubieron de afrontar una disyuntiva que les obligaba a elegir entre parar la economía por confinamiento o permitir una apertura parcial, que mantuviera cierta actividad económica a costa de ocasionar un número imprevisible de muertes por contagio. La disyuntiva consistía en decidir sobre salvar la economía o salvar vidas.

Los países se enfrentaron así a un trade off moralmente desgarrador:

¿cuánta inacción, y consecuente pobreza, debía admitirse para evitar fallecimientos masivos?

O alternativamente: ¿cuántas vidas humanas deberían sacrificarse por cada punto de crecimiento del PIB?

Solamente se pudo sobrevivir en aquellas circunstancias a partir de fuertes compromisos de gasto por parte de los gobiernos.

En la UE, se activó la “cláusula de escape“ del Pacto de Estabilidad y Crecimiento (PEC), dejando vía libre a cada gobierno para incurrir en el déficit presupuestario que considerara oportuno, sin frenos procedentes de Bruselas, que sigue en vigor.

Además, la propia UE arbitró miles de millones de euros, a través de mecanismos ya existentes (MEDE), u otros de nueva creación. Tales fueron el SURE (en España, financiador de los ERTEs) y, sobre todo, el llamado Next Generation Recovery Fund, también en vigor.

Por justificados que moralmente estuvieran, esos excesos de gasto llegaron a originar déficits públicos de una magnitud sin precedentes en tiempos de paz

Por justificados que moralmente estuvieran, esos excesos de gasto llegaron a originar déficits públicos de una magnitud sin precedentes en tiempos de paz. El desequilibrio presupuestario llegó a superar el diez por ciento en muchas de las grandes economías, como las de Estados Unidos (14,5%), Reino Unido (12,8%), China (10,7%%) o España (11%).

Estos déficits enormes se financiaron mediante la emisión masiva de bonos a distintos vencimientos, que elevaron la deuda pública en casi treinta puntos porcentuales del PIB, para economías tan relevantes como Estados Unidos, China o el Reino Unido y en casi veinte puntos en España, Italia y otros países europeos. A su vez, la deuda de empresas privadas experimentó también fuertes crecimientos, con el aval de distintos organismos públicos de carácter financiero.

Los bancos centrales adquirieron la mayoría de esta deuda adicional, a través de líneas específicas, como la Pandemic Emergency Purchasing Power (PEEP)  del Banco Central Europeo (BCE). Generaron, con ello, una amplia burbuja monetaria, a la vez que situaban al nivel cero sus tipos de interés referenciales.

La mecánica arbitrada para superar la covid significó aumentos de gasto del Estado, financiados con emisión de deuda pública, monetizada a través del banco emisor.  

Los episodios de ese tipo, tan repetidos en la historia, suponen actuar sobre la demanda agregada. Aunque normalmente justificados desde la vertiente política, todos ellos han provocado efectos negativos en forma de desequilibrio interno (inflación) o externo (fuerte alteración de los tipos de cambio).

Pero la pandemia también afectó a la oferta, cuya mecánica de recuperación no estaba prevista en los manuales de economía y en consecuencia se reveló como algo más difícil de lograr.

La demanda podía ser estimulada con cierta facilidad, pero reactivar una actividad productiva paralizada durante meses pasaba por superar carencias en materias primas, productos intermedios, energía, manufacturas, alimentos, transporte, logística, etc., algo que nadie parecía tener previsto.

La mayoría de esos problemas resultaron agravados por la invasión rusa de Ucrania, así como por las sanciones impuestas al país invasor por parte de la comunidad financiera internacional.

Ahí es cuando la geopolítica aparece en el escenario con toda su dureza.

Las dificultades para la reactivación económica global se ven incrementadas. A su vez, nuevas presiones alcistas sobre los precios nos han llevado a una “cultura inflacionaria“ generalizada, que se autoalimenta por diferentes vías, y de la que no resulta fácil salir sin provocar recesión y desempleo en un buen número de países.

Luchar contra la inflación es hoy la prioridad económica.

Pero ello requiere que los bancos centrales apliquen políticas monetarias restrictivas, mediante interrupción de sus compras de deuda, así como subidas importantes en los tipos de interés que aplican en sus préstamos al sistema bancario.

Los gobiernos, por su parte, habrán de colaborar en ese esfuerzo, ajustando a la baja el déficit público y reduciendo el nivel de endeudamiento en cuanto sea necesario. Ambas actuaciones impactarán a la baja el ritmo de actividad y al alza la tasa de paro. Pero no pueden dejar de aplicarse con mayor decisión que hasta ahora, si no se quiere que la inflación se haga crónica y termine por destruir las bases del equilibrio social que aun mantenemos.

Y ése es el nuevo trade-off en el que se encuentran las sociedades actuales. Los países deben pagar el coste social que supone paralizar aquellos excesos en los que sus propios gobiernos han venido incurriendo.

El proceso de desglobalización antes comentado no se sabe cuán profundo será.

Algunos expertos sostienen que los indicadores sobre globalización, utilizando datos de flujos de comercio y de capital, han experimentado un cierto retroceso desde 2008, pero el nivel de interdependencia económica es aún enorme. La idea manejada por muchos gobiernos de que la globalización económica era buena y deseable ha sido reemplazada por el supuesto de que la seguridad nacional y la protección de las empresas y empleos en el propio país son ahora la prioridad.

Consultores y analistas explican que la experiencia de algunas empresas internacionales ante una situación económico-financiera de gran incertidumbre como la señalada y una situación internacional tan complicada como la actual, acostumbran a gestionar los riesgos geopolíticos inherentes en cinco etapas.  

La primera consiste en identificar los riesgos que pueden tener un impacto significativo en el balance, la estrategia, el modelo de negocio y la cadena de valor de la empresa.

La segunda, analizar estos riesgos y comprender su dinámica.

La tercera, incorporar estas dimensiones en la evaluación cualitativa y cuantitativa de decisiones estratégicas.

La cuarta, pensar en opciones para reducir o mitigar el riesgo.

La última etapa consiste en preparar planes de acción contingentes que se puedan activar si se registran acontecimientos aún peores que los anticipados.

Algunos analistas estiman también que “España podría ocupar una posición privilegiada ante los nuevos cambios disruptivos que, si se saben aprovechar, consolidarían un relevante status económico y geoestratégico del país en Europa y el mundo“.

Estos nuevos cambios tienen dos vectores fundamentales.   

En primer lugar, la reorganización del proceso de globalización derivado de las tensiones crecientes entre Occidente y los países que no comparten nuestros valores. La guerra de Ucrania es, por desgracia, sólo una muestra de lo que vive un mundo dividido en dos bloques que pueden haber perdido por mucho tiempo la capacidad de confiar el uno en el otro. La localización de procesos productivos va a estar probablemente a partir de ahora condicionada, no únicamente por aspectos de competitividad en costes, sino también por elementos de seguridad estratégica.

España, dentro de la UE, pero en la parte más alejada del conflicto ruso, “puede tener ventajas competitivas en procesos de reorganización de cadenas de suministro (nearshoring y friendshoring), basadas en su posición geográfica y su estabilidad institucional “. Apostar por inversiones sensibles, como centros de datos o semiconductores, tiene todo el sentido.

En segundo lugar, la ventaja competitiva española estaría basada en abundantes recursos renovables para producir electricidad libre de emisiones de forma masiva. El cambio climático y las necesidades globales de energía requieren de grandes inversiones en este sector, tanto en la generación eléctrica como en la de moléculas que substituyan al gas y al petróleo.

España tiene mucho viento, mucho sol y una facilidad para gestionar emplazamientos mucho mayores que el resto de los países europeos. Aseguran que, si España sabe jugar bien sus cartas en este nuevo paradigma y Europa le apoya, nuestro futuro industrial y la mejora en la balanza de pagos estarían asegurados.

Los países deben pagar el coste social que supone paralizar aquellos excesos en los que sus propios gobiernos han venido incurriendo Share on X

 

 

Print Friendly, PDF & Email

Entrades relacionades

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

Rellena este campo
Rellena este campo
Por favor, introduce una dirección de correo electrónico válida.

El periodo de verificación de reCAPTCHA ha caducado. Por favor, recarga la página.