2023 debía ser el año de la reapertura completa de China después del coronavirus, y por tanto del despegue definitivo de su economía. Muchas esperanzas de que el mundo en conjunto reencontrase un camino de crecimiento estable dependían de lo que ocurriera en el Imperio del Medio.
Sin embargo, a finales del año, China se ha convertido en un motivo de preocupación. Después de un primer trimestre de recuperación de la demanda, aunque ya por debajo de los niveles que los mercados y analistas esperaban, el segundo trimestre de 2023 fue profundamente decepcionante y desde entonces el país no ha levantado cabeza.
El Índice de Precios de Consumo (IPC, no confundir con la inflación que mide la evolución del conjunto de precios) del gigante asiático cayó este noviembre un 0,5%, siendo el mayor descenso desde la crisis del coronavirus. Además, el IPC chino llevaba ya varios meses de descargas. El conjunto sitúa a China en un escenario deflacionista que no augura nada bueno para su propio crecimiento y las perspectivas de la economía mundial.
De hecho, cabe apuntar que la ola inflacionista de estos dos últimos años que tanto ha impactado a Europa y Estados Unidos nunca ha sido un problema relevante en China, donde los datos disponibles lo han situado siempre por debajo del 2,5 %.
Como explica el Financial Times, esta tendencia a la reducción de los precios se añade a una serie de tensiones a las que debe hacer frente el gobierno de Pekín.
Efectivamente, la deflación no es el único problema de la economía china, sino que se suma a la ola de impagos a los que hace frente su sector inmobiliario (que representa junto a la construcción un desproporcionado 30% del PIB ), a una elevadísima deuda privada de más del 210% del PIB (la deuda pública china, en cambio, se sitúa por debajo del 40%), y a unos niveles de importaciones y exportaciones que decepcionan.
Ante estas perspectivas poco alentadoras, el gobierno de Xi Jinping se fijó la meta de terminar 2023 con un crecimiento económico del 5%. Una cifra que cualquier país europeo firmaría de inmediato, pero que representa el porcentaje más bajo desde los años 90, si se dejan de lado las turbulencias causadas por la pandemia entre 2020 y 2022.
Pero China no las tiene todas ni siquiera para conseguir estos comparativamente magros resultados anuales. Este año Pekín ha multiplicado sus planes de estímulo a la economía, ha recortado intereses de índice clave y ha hecho copiosas emisiones de bonos. Y de hecho, se esperan aún más anuncios de más estímulos y apoyo monetario para reencontrar la senda del crecimiento.
Sin embargo, estos últimos días Xi ha declarado que la recuperación económica del país se encuentra en una «fase crítica«.
En agosto pasado, China dejó de publicar datos de su paro juvenil después de que los indicadores se situaran en el peor nivel desde que empezaron a comunicarse en 2019.
Por su parte, la agencia de notación del crédito Moody’s anunció que recortaría sus previsiones sobre la deuda pública china, citando el riesgo de un crecimiento económico que se enfríe a medio plazo, así como del incremento del endeudamiento del gobierno a raíz de sus campañas de estímulos.
En definitiva, aunque como Converses explicaba hace unos meses que la economía china, a diferencia de otros grandes países asiáticos, como Japón, tiene todavía mucho potencial por delante, deben corregirse importantes desajustes que se han acentuado hasta el punto de poner en peligro el sistema económico de la fábrica del mundo.
Estos son especialmente el endeudamiento desmedido de las empresas y la burbuja inmobiliaria, pero los recientes datos de deflación apuntan a que los hogares chinos tienen un problema crucial de confianza. Quizás éste, guarde relación con la deriva cada vez más intervencionista y autoritaria del gobierno de Xi Jinping, que parece ahogar cada vez más a la sociedad y la iniciativa privada.