Ya lo decíamos el pasado mes de julio, cuando buena parte del mundo occidental alababa erróneamente la victoria electoral del laborista británico Keir Starmer como un triunfo del progresismo, o incluso del centrismo de carácter tecnocrático.
En realidad, los resultados no trataban de eso, sino del hartazgo de los votantes hacia la política, denotando de rebote una grave falta de esperanza para reconducir el país.
Los británicos llevan al menos desde 2015 votando sistemáticamente en contra del poder establecido o status quo. Primero fue el Brexit, después Boris Johnson (y casi Jeremy Corbyn) y últimamente Starme.
Este último escogió como eslogan de campaña la palabra «cambio», palabra que posibilita «dejar volar la imaginación de sus electores» como destaca el periodista inglés Robert Shrimsley.
En resumen, los británicos piensan que la situación actual de su país no puede continuar, están hartos de promesas incumplidas y buscan desesperadamente, pero ya sin ilusión alguna, una tabla de salvación.
Casi un año después de las últimas elecciones generales, los pronósticos se han cumplido y ahora las encuestas favorecen a nada menos que Nigel Farage, el mismo político soberanista que dimitió al día siguiente de la victoria en las urnas del Brexit, la que había sido su causa política histórica.
Farage dirige ahora un partido con un nombre tan ambiguo como el eslogan de campaña de Starmer. Como aquél, apela al dinamismo, a la movilidad, en definitiva, al cambio: “Reform UK”.
Con su éxito en las elecciones locales del 1 de mayo, el partido de Farage se consolida como la principal alternativa de derechas a los conservadores o tories, después de la derrota que estos ya sufrieron a escala nacional el año pasado.
Sin embargo, como subraya Shrimsley, hay que interpretar el éxito de Farage con la misma clave que el de Starmer: “Reino Unido seguirá votando por el cambio hasta que lo sienta llegar, y Farage es el último beneficiario de esta sed”.
Sólo así puede explicarse que un personaje con tantas sombras como Farage, y que sigue generando tanta repulsión personal en las encuestas, salga tan bien parado de la contienda electoral.
Desde la crisis financiera de 2008, las principales causas de desafección política en Reino Unido han ido empeorando progresivamente: coste de la vida, inmigración excesiva y servicios públicos decadentes.
Como Shrimsley apunta, subyacente a estos agravios existe el sentimiento de que el país se ha estropeado, de que el estado no ofrece respuestas a los ciudadanos, y de que se está produciendo un empobrecimiento generalizado.
Reino Unido atraviesa de hecho la misma crisis que sufre toda Europa, cuyas raíces se encuentran en la destrucción de los vínculos sociales tradicionales (familiares, religiosos, laborales, etc.). Esta ha originado, entre otros, una clase política enajenada de la ciudadanía prácticamente en su conjunto, convertida en una máquina de captación de rentas e influencias.
Los británicos piensan que la situación actual de su país no puede continuar, están hartos de promesas incumplidas y buscan desesperadamente, pero ya sin ilusión alguna, una tabla de salvación Compartir en X