¿Resucitar a Convergencia? Imposible. Refundarla, sí (I)

Ahora se practica el revival de CDC, ese gran contenedor político puesto a punto por Jordi Pujol con la eficaz ayuda de otros. Quieren rehacerla, resucitarla, y lo que es más interesante todavía, los más públicos defensores del asunto son los mismos, pero con más años a sus espaldas, que aquellos que con sus reiterados y graves errores políticos fueron destruirla. La idea de una CDC trasladada a la tercera década del siglo XXI sigue siendo válida, pero nunca como un vulgar mimetismo, sino en la forma en que CiU reproducía la función de la Liga de los inicios del siglo XX, pero con formulaciones muy diferentes.

CDC no puede resurgir porque las condiciones son sustancialmente diferentes y porque no se trata de recuperarse después de un período de declive o decadencia. Nada de eso, porque lo que ha habido es una desaparición total, un rechazo incluso en el nombre, y la decisión de enterrarlo para hacer un trasto nuevo y fracasado. No ha habido interrupción, sino liquidación y ésta es una segunda característica decisiva.

CDC sólo, y es una hipótesis, puede aparecer en la escena política catalana como renacimiento y, por tanto, funcionalmente como refundación. Pero renacimiento es una palabra que designa unas condiciones concretas nada fáciles de producir. En primer lugar, significa la recuperación del pasado en lo que se considera necesario. No hay renacimiento sin tradición. Pero, ¿cómo se mantiene viva esta tradición? Pues siguiendo a  MacIntyre, manteniendo lo que son los acuerdos fundamentales, y a la vez en doble competencia con otras tradiciones, por un lado, y en el debate interno sobre la misma tradición, por otro. La expresión política más exitosa es siempre la que mejor articula aquellas cuestiones. Históricamente, ha sido el catalanismo iniciado por Prat de la Riba y Cambó con la Liga. Ni sólo tradición entendida como una herencia inconmovible – el carlismo-, ni la tabla rasa con la tradición como hizo el republicanismo.

Tradición catalana y tradición política significa recuperar los ejes intemporales del pasado.

¿Y cuáles eran esos ejes?

Pues el de un proyecto de país muy vinculado a la visión histórica de Vicens Vives y lo que él consideraba como esencial de la condición catalana.

Una concepción política basada en la afirmación nacional de Cataluña y en un sentido nacionalista -el de Pujol- que poco tiene que ver con lo que se entiende por nacionalismo hoy y entonces. Una concepción basada sobre todo en la lengua, la cultura y el derecho civil catalán, la cohesión social, la preocupación por la integración de la inmigración, todo al servicio de la unidad: “somos un solo pueblo”, la capacidad de poder llevar a cabo políticas propias en esas vertientes y en la dimensión económica. Todo esto y la aspiración a un cierto reconocimiento singular en el marco estatal, europeo e internacional, pero nada que tuviera que ver con la separación de España. CDC era la expresión política de la cultura catalanista surgida en la recuperación posterior al derrumbe de la Guerra Civil.

También, la idea clara de que su fuerza radicaba en los estamentos que representaban a la sociedad civil de la “gente pequeña”, burguesía menestral y trabajadores cualificados, y gente de las comarcas dotadas de vida propia, que expresaban los estamentos, por un lado, y las familias, por otro. Estamentos y familias más que individuos aislados, muy ligados a la importancia de lo que hoy conocemos como capital social y capital humano y la vocación de hacerlos crecer. El ahora ya incierto «los catalanes de las piedras hacen panes» es una vieja, pero excelente forma de definirlo.

Nuestros recursos naturales han sido escasos, como también lo explica Pierre Vilar en otra obra paradigmática «Cataluña dentro de la España Moderna«. No hemos dispuesto de grandes recursos financieros como el Imperio Español y nuestras infraestructuras y equipamientos, o son un factor de estrangulamiento, y ésta sí que es una constante histórica, o han sido el fruto de la iniciativa privada, como el gran regadío del Urgell, o el primer trazado de ferrocarril de Barcelona a Mataró, ambos realizados en el siglo XIX, como tantas otras innovaciones fruto del empuje de una burguesía, hoy desaparecida como grupo social.

El elemento básico de la sociedad catalana no ha sido el individuo, sino el hogar en su doble y complementaria dimensión de su casa física y familia. No fueron los individuos los que se juntaron para constituir lo público y llevarse bien con el príncipe; fueron los hogares. “Cataluña era ya entonces un encuentro de familias… Casa y familia, masía y tierra he aquí el poderoso enrejado de la subestructura catalana antes y después del siglo XIV, aun hasta nuestros mismos días” , escribe Vicens Vives. Y es esa infraestructura social la que hace posible la transmisión primaria del catalanismo como experiencia vivida, como tradición. La URSS se derrumbó porque el comunismo como ideología no tenía transmisión familiar. El catalanismo ha pervivido en la adversidad de las represiones por la razón opuesta. Hasta ahora.

La nación es evidentemente las personas, pero ni mucho menos sólo ellas. La nación es por medio de sus instituciones sociales. La nación se configura en las personas del pasado, la historia, la cultura y la lengua y las instituciones que lo reúnen. Todo esto significa la condición prevalente del derecho consuetudinario, la tradición, la comunidad de memoria y la conciencia histórica. Pujol y lo que de él impregnaba CDC, como a los padres fundadores de Unió, veía en todo esto el fundamento e impulso.

En esta visión, la sociedad civil no puede ser nacional si no reúne aquellos dos atributos citados, la comunidad de memoria y su consecuencia, la conciencia histórica. Es todo esto y no sólo la lengua aislada de su contexto, lo que configura una cultura propia.

Y junto a la comunidad de memoria, la de proyecto. Compartir mayoritariamente un mismo horizonte de sentido.

La aportación cristiana es otro perfil esencial de la cosmovisión convergente, porque sin ella no existe cultura catalana: el cristianismo, expresión de una fe religiosa que da lugar a una concepción cultural a la vez específica y universal, distintiva de Cataluña. CDC era expresión de un catolicismo cultural, incluso entre quienes no creían y que ocupaban lugares destacados en su dirección.

Por ejemplo, no existe el mito de la Cataluña de 1714 sin esta tradición. Aún hoy han ondeado las enseñas negras de Santa Eulalia. Y cada vez que Cataluña se ha convertido en antagonista del cristianismo, todo ha terminado en un derrumbe. La cultura cristiana es en Cataluña lo que el confucianismo sigue siendo en China. Esta cultura cristiana no necesita la fe para ser compartida, sino la tradición, la historia y el derecho y, por tanto, no implica ninguna confesionalidad de las instituciones, pero sí de su reconocimiento y de su colaboración. Por esa razón el laicismo de la exclusión religiosa, que hoy se practica, es tan contrario a la concepción nacional. Vetar los pesebres navideños en la escuela o en las instituciones, no es tanto una censura religiosa, sino la cancelación de parte de nuestras raíces como pueblo. Porque esta práctica no expresa tanto una adscripción religiosa como una forma de estar en la vida, fruto de una tradición que no necesita la fe para participar.

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