La tasa de desempleo entre la población de 24 años o menos que presenta España, y Cataluña no es una excepción, es de las más elevadas de Europa.
En 2014 se llegó a la extraordinaria cifra del 53,2% que fue reduciéndose hasta alcanzar un mínimo en el tercer trimestre de 2018 del 33%. El paro remontó a principios de 2019, pero en el último trimestre de este año se había reducido hasta el 30,5%. No era una buena cifra, pero el camino daba lugar a la esperanza.
Pero esto ha cambiado radicalmente este año y a finales del segundo trimestre, el mes de junio, se estaba ya casi en el 40% de parados y nos situamos en cifras equivalentes a los años 2016 y 2017, que además pueden crecer porque en las actuales circunstancias lo difícil será contratar a gente joven.
Además del drama humano que esta circunstancia representa, el paro juvenil tiene un efecto multiplicador, porque incide en dos niveles diferentes e importantes. Por un lado, retrasa la emancipación del joven, la formación de un hogar y por lo tanto la posibilidad de tener descendencia, en un país que tiene una natalidad de derribo que complica extraordinariamente la estabilidad futura de las cuentas públicas. Por otro lado, se destruye capital humano que difícilmente se recupera en los años posteriores, y este hecho incide sobre otro de los puntos débiles de España, que es el de tener un grupo de gran población deficientemente preparada desde el punto de vista laboral.
Sería lógico pensar que en este escenario una parte de los fondos de la reconstrucción se articularan para dar respuesta a este problema, aunque de momento no se observa nada que apunte en este sentido.