Es evidente que las dos primeras décadas del siglo XX han sido muy movidas y nos han conducido a una época de incertidumbre. Muchos se preguntan cómo se ha podido pasar de una situación tan optimista como la del año 1989, para Occidente particularmente, a otra tan diferente como la actual.
La culpa puede atribuirse a la aparición de una serie de eventos y de una concatenación de crisis que se han ido produciendo a partir de 2001 hasta nuestros días (una mezcla de “cisnes negros” o sucesos totalmente sorprendentes y «cisnes grises» o sucesos que podrían haber sido previstos).
Destacan por su importancia los ataques del terrorismo islámico en territorio de Estados Unidos el 11 de septiembre de 2001, el estallido de la Gran Recesión el 15 de septiembre de 2008 y el asalto al Capitolio de Estados Unidos el 6 de enero de 2021, en plena crisis sanitaria comenzada en 2020, en la que todavía estamos sumergidos.
En 1989 corrían tiempo de victoria para Occidente. Los historiadores proclamaban ese año como el verdadero final del siglo XX (que habría empezado en 1914 con el estallido de la Primera Guerra Mundial y bautizado como “siglo corto“), se aclamaba el triunfo universal de la democracia liberal y de la economía de mercado sobre el totalitarismo comunista, algunos hablaban del «final de la historia» (Francis Fukuyama, «El fin de la historia y el último hombre», 1992).
A partir de 2001, ya se empezaba a hablar del “retorno de la historia“ (Robert Kagan, “El regreso de la historia y el fin de los sueños”, 2008) y se comparan los primeros años del siglo XXI con los que varieron preceder al estallido de la Segunda Guerra Mundial, por haber conocido fenómenos paralelos a los actuales, como el auge de los populismos o la Gran Depresión de 1929.
Cuando el tsunami populista golpeó la colina del Capitolio de Washington en enero de 2021, se pudieron ver en todo el mundo las imágenes esperpénticas de un búfalo humano presidiendo la Cámara de Representantes. Eran una prueba fehaciente de que la democracia liberal estaba en peligro, amenazada por una ola populista. Se ha comparado ese asalto al Capitolio con el putch fracasado de Hitler en Munich los días 8 y 9 de noviembre de 1923, el llamado putsch de la Cervecería, un intento fallido de golpe de estado.
El siglo XXI ha empezado con el miedo como sentimiento predominante y con la incertidumbre de un nuevo orden mundial por definir, en el que destaca la gran reemergencia de China y el declive relativo de la potencia hegemónica, Estados Unidos. Por primera vez en mucho tiempo, se echa de menos un relato que interprete el mundo y sea entendido por los ciudadanos .
Vivimos momentos críticos que interpelan y empujan a preguntarnos hacia dónde nos dirigimos. La actual crisis sanitaria del coronavirus es una calamidad que agudiza y acelera la sensación de vulnerabilidad y de inquietud que ya teníamos. Es una crisis que ha venido a intensificar problemas que ya existían y les ha interrelacionado.
Al mismo tiempo, la globalización ha puesto en evidencia las incapacidades y la falta de recursos de los estados para afrontar problemas transfronterizos como la crisis sanitaria, la revolución digital o el cambio climático . No existe una gobernanza global capaz de afrontar con eficacia los problemas globales. Se vio en 2001 con los ataques del islamismo terrorista, en 2008 con una crisis financiera de grandes proporciones y vuelve a verse ahora con un virus que provoca una pandemia capaz de desestabilizar el planeta.
Dentro de este contexto, el populismo progresa, particularmente el populismo autoritario. Se abre camino la figura de un líder redentor que ofrezca seguridad frente al miedo y que dé un sentido protector a la inseguridad y la incertidumbre. Lo hace utilizando tecnologías disruptivas que hoy se están desarrollando a velocidad de vértigo, como la inteligencia artificial, las redes sociales, el acceso universal a Internet y el resto de los avances que forman parte de la cuarta revolución industrial o revolución 4.0. El populismo autoritario tiene el campo abonado, ya que mucha gente se pregunta, en todo el mundo, si no sería mejor para su supervivencia de someterse a un poder disciplinario que, a la manera china, haga más rigurosa y eficiente la toma de decisiones para resolver los problemas que pesan sobre el futuro de la humanidad.
Ensayistas y politólogos reconocidos, como Anne Applebaum, escriben sobre la decadencia actual de las democracias (“El ocaso de la democracia. La seducción del autoritarismo“, 2019). Tratan sobre las tendencias autocráticas en sociedades que hasta la fecha presumían de liberales, fenómeno que se da incluso en estados miembros de la UE. Cuentan cómo algunas democracias lo están dejando de ser para convertirse en “democraduras ”, un mix de democracia y dictadura. La renovada seducción del autoritarismo no conoce fronteras, aparece en todos los rincones del mundo.
Daniel Ziblatt y Steven Levitsky son dos autores que tratan sobre la degradación interna de las democracias consolidadas. Explican cómo los líderes elegidos pueden subvertir gradualmente el proceso democrático para aumentar su propio poder (“Como mueren las democracias”, 2018).
Francis Fukuyama también analiza este fenómeno de degradación democrática, refiriéndose especialmente a Estados Unidos. Pone el énfasis en la extrema polarización política que dificulta el consenso, la mentira constante en política ( fake news ) y el gran poder de influencia de los lobbies sobre el proceso democrático (“ Political order and political decay ”, 2018).
Timothy Snyder, a raíz de la victoria de Donald Trump en las elecciones de Estados Unidos en 2016, ha escrito un libro dedicado a la resistencia democrática , sin hacer referencia directa a Trump, pero sí a las anomalías o alarmas identificadas por el autor durante la campaña (“Sobre la tiranía”, 2017). El autor afirma en el prólogo de su libro que «la historia no se repite, pero sí alecciona». Hace referencia a la historia reciente de países europeos del siglo XX que han sufrido tiranías de diverso aspecto ideológico, del nazismo al comunismo. Para evitar que la historia negra del siglo XX en Europa se repita, Snyder proporciona un conjunto de lecciones específicas.
Todos estos autores , y tantos otros, coinciden en afirmar que la desconfianza mayoritaria de la ciudadanía ante muchos líderes políticos y los procesos democráticos en general constituyen un verdadero caldo de cultivo para el populismo autoritario.
En muchas democracias los ciudadanos perciben que proliferan los políticos que ponen por encima sus intereses personales y partidarios al bien común y al interés general. Por eso mismo pierden credibilidad y carecen de la autoridad necesaria para el buen funcionamiento de la democracia.
Un reciente estudio del prestigioso think tank norteamericano, Pew Research Center , muestra el retroceso del número de democracias en el mundo producido en los últimos años, después de haber llegado a un punto máximo en los alrededores del año 1989.
La democracia y el liberalismo, triunfadores universales hace tres décadas, hoy aparecen como perdedores frente al tsunami populista. También lo parecen organizaciones como la Unión Europea (UE), caracterizada precisamente por sus valores democráticos y liberales. La UE, con la esperanza de revertir tendencias, ya ha declarado que luchará por evitar que se implanten «falsas democracias digitales» o «democracias iliberales».
La UE propone un nuevo humanismo liberal que rompa el bucle de la polarización divisiva que favorece al populismo y sus demandas autoritarias e impulse en su contra una racionalidad colaborativa. La UE quiere convertir al ser humano en el centro, destino y medida de las políticas que den respuesta a los interrogantes de fondos que pesan sobre el futuro de la humanidad. Quiere salvar la democracia, el Estado de Derecho y las libertades fundamentales.
La UE está convencida de que los eventos vividos a lo largo de las dos primeras décadas del siglo XXI proporcionan una gran lección: la cooperación humana es la única herramienta posible cuando nuestras capacidades individuales se ven superadas por los eventos. Cree que no se ha dado ahora ni una oportunidad histórica para que la dictadura sea preferible a la democracia. La UE quiere profundizar en un humanismo global con la convicción de que valorar la libertad y la democracia no es algo exclusivamente occidental.
Niall Ferguson es otro acreditado politólogo que nos recuerda que las instituciones que han fundamentado la civilización occidental, y que triunfaron globalmente en 1989, son básicamente cuatro, y las cuatro se han deteriorado gravemente a lo largo de las últimas décadas («Civilización. Occidente y el resto»,1973; «La gran degeneración. Cómo caen las instituciones y mueren las economías«, 2015)
La primera es un gobierno representativo, que choca frontalmente contra el populismo. Efectivamente, éste defiende un concepto de democracia diferente de las sociedades modernas y liberales. Su apuesta es la de un líder carismático que interprete directamente la voluntad del pueblo y que, en todo caso, utilice referendos para legitimarse.
La segunda es el libre mercado. La burocracia y el clientelismo populistas le son enemigos principales, junto a impuestos injustificados, intervencionismos perjudiciales y malas leyes.
La tercera es el Estado de Derecho. El populismo disocia la democracia del imperio de la ley, pero no existe democracia sin ley.
La cuarta es una sociedad civil fuerte. Dahrendorf la define como «la sociedad de las asociaciones, de las agrupaciones libres de personas». La considera «condición fundamental de la democracia» y «esencial para la superación de la dependencia del Estado». El liberalismo político siempre ha sido partidario de una sociedad civil vigorosa, libre y plural como remedio contra la demagogia populista.
La salvaguarda de la democracia liberal debe ser prioritaria frente al reto que representa la fuerza combinada del populismo autoritario y la degeneración del propio proceso democrático en muchos países. En el caso de la UE, se trata de defender sus valores fundacionales recogidos en el artículo 7 de su texto legal principal, el Tratado de la Unión Europea TUE (Tratado de Lisboa) de 2009, equivalente a una “constitución europea”.
Este artículo, que todos los europeos deberíamos saber de memoria, dice así: “La Unión se fundamenta en los valores de respeto de la dignidad humana, libertad, democracia, igualdad, Estado de Derecho y respeto de los derechos humanos, incluidos los derechos de personas pertenecientes a minorías. Estos valores son comunes a los Estados miembros en una sociedad caracterizada por el pluralismo, la no discriminación, la tolerancia, la justicia, la solidaridad y la igualdad entre hombres y mujeres”.