El legado de Jordi Pujol, el político más importante de Cataluña, sin duda de la segunda parte del siglo XX, uno de los más decisivos de toda la centuria para nuestro país, ha recibido un tratamiento injusto como persona y, sobre todo, con su legado; lo que hemos recibido y deberíamos preservar porque es un bien para todos nosotros.
Que sus adversarios y enemigos de siempre hicieran lo posible por destruirlo y condenarle al olvido tiene lógica. Nunca han engañado con su visión maniquea sobre la obra de Pujol, pero lo que resulta más vergonzoso es que los próximos, aquellos que veían en las ideas, la acción o la política de Pujol algo bueno, valioso, aceptaran en silencio la demolición de todo lo que él aportó. Peor aún, los que se pasaron a la esquina oscura de la fuerza, por cobardía o mimetismo; por lo que dirán, para preservar su sitio en la política. Esto resulta, si no imperdonable -porque siempre hay sitio para el perdón-, sí moralmente miserable.
No todo el mundo ha obrado así, ciertamente, y poco a poco se abre paso la recuperación de la persona de Pujol. Esto es justo, aunque insuficiente, porque lo que hay que recuperar es su legado, porque sin anhelos miméticos, lo que ha pensado y ha hecho, sigue siendo vigorosamente fecundo para Cataluña, para todos nosotros.
Quiero contribuir a esta labor de recuperación desde lo que sé, he visto y he participado en mi larga y discontinua trayectoria de servicio y política al lado de Jordi Pujol. Quiero hacerlo realizando una conceptualización de sus ideas siempre ligadas a la acción. Con Pujol se hace realidad la idea de Blondel de que la acción es portadora de sentido, porque como muestra en su obra fundamental L’Action, ella forma parte y justificación del racional de la existencia. Y el verdadero Pujol se justifica, precisamente, en su acción.
Mi primera relación con él fue circunstancial y por iniciativa suya. Años sesenta, en pleno franquismo, un médico muy popular en el Poble Sec, mi barrio, el doctor Blanch Terrades, tenía un interés: ser concejal de Barcelona -hito que lograría muchos años después en plena democracia- y se atrevió a presentar su candidatura al Ayuntamiento por el llamado tercio familiar, en el que votaban; los que lo hacían, que eran pocos, los cabezas de familia. Era un outsider total en las reglas de juego del régimen y del Ayuntamiento, un objeto no identificado, que había pensado que lo de las elecciones era real. Sabía por mi madre, Paquita Ardèvol, a la que visitaba, que yo estaba metido en esto de la “política”, pronunciado en voz baja y con ciertas precauciones, y efectivamente era así. Desde los 18 años militaba en Unió Democràtica de Catalunya.
Breve y corto: me pidió que le ayudara; lo sopesamos en la dirección de los Jóvenes de Unió y en el Comité de Gobierno y la conclusión fue que valía la pena contribuir al intento de aquel buen médico y sacar enseñanzas. Fue una campaña con medios muy escasos y mucho entusiasmo juvenil y del candidato, y en condiciones normales habríamos ganado cómodamente al candidato del Movimiento, pero sin control de las urnas, la candidatura oficial hizo lo que quiso con el resultado. El régimen, no solo tenía formas de participación muy restringidas, sino que además las que había estaban muy falseadas.
El, digamos, cuartel general estaba en un piso de la calle Margarit y allí un buen día, sin conocer a nadie, se presentó Jordi Pujol, acompañado de un par de personas. Quería saber directamente del doctor Blanch y de quienes hacíamos su campaña, porque éramos una rara avis. Así trabé la primera relación con Pujol, que no tuvo continuidad hasta años más tarde, a consecuencia del trabajo previo para constituir Convergència Democràtica, el movimiento, no el partido, que sería posterior.
Dejo aquí la nota personal y sigo con el propósito:
Aquel interés y presencia directa de Pujol, refleja bien uno de los rasgos principales de su carácter: la voluntad de querer conocer el país y su gente y, sobre todo, lo que él consideraba que se correspondía con lo que decía hacer país: reconstruir la nación catalana. Y hacer una prueba electoral a título personal y movilizar a la gente formaba parte de ese conocimiento, que le permitía trabar relación de primera mano con personas de empuje y con iniciativa propia. Y ese trabajo capilar, uno a uno, realizado durante años, fue su principal potencial político años más tarde, en 1980, en las primeras elecciones del nuevo Parlament de Catalunya, casi medio siglo más tarde de las que habían estrenado el nuevo autogobierno de la Generalitat (1932).
La estructura del legado
La concepción política y cultural de Jordi Pujol tiene unos vectores muy definidos. Su identificación hace más fácil entender su obra y por qué la llevo a cabo:
- El valor del compromiso y la formación personal puesta a su servicio.
- Su condición de católico, que se nutre de tendencias ancladas en la centralidad de la Iglesia, especialmente de los papas Juan XXIII y aún más de Pablo VI de quien se declaraba soldado derrotado, leídas desde la tradición católica catalana, empezando por el propio Torres i Bages.
- La nación, el nacionalismo, como marco de referencia de sus ideas, pero que ni mucho menos se corresponde con la visión habitual o clásica de esa ideología, porque Pujol le aporta una visión más comunitaria que estatista, en la que la lengua, la cultura, la tradición y el derecho civil catalana, desempeñan un papel central.
- Unidad y cohesión social de Cataluña como consecuencia de su visión nacional basada en el comunitarismo.
- Autogobierno lo más amplio posible; la especificidad catalana en todos los ámbitos, la voluntad de ser como país, y no ser confundido con una región más de España, pero en ningún caso acudir al descrédito como idea sobre España ni a la independencia como solución política.
- Una visión positiva de España y especialmente Castilla.
- La voluntad de influir decisivamente en la política española, pero sin formar parte del gobierno.
- Una gran reserva, distanciamiento político, que no cultural y lingüístico, de la idea de Països Catalans y sobre la política vasca, incluido el PNV. Su confianza en ellos era perfectamente descriptible.
- Un europeísmo radical, diría que incluso patriótico, que expresa sus convicciones en un relato a veces romántico, pero de práctica muy pragmática.
- Una concepción económica de fomento, desarrollo, crecimiento, especialmente industrial, de la exportación y de las infraestructuras.
- Una clara prioridad, no siempre al alcance, dados los recursos disponibles, de traducir el país y construir Cataluña en la vertiente de las infraestructuras y estructuras básicas, incluidas las culturales y educativas.
- La proyección internacional de Cataluña; prioritariamente en Europa, en las instituciones comunitarias y también en los centros de poder de la época y en concreto Estados Unidos y Japón. Este reconocimiento que buscaba en la vertiente política, cultural y económica, promovía la especificidad catalana sin antagonismo con la política internacional española.