Inmigración. Más allá de Torre-Pacheco: crónica de una sustitución anunciada

Hay procesos históricos que se producen tan despacio, con una combinación de inercia, indiferencia y moralidad fingida, que cuando estallan lo hacen con una fuerza imparable. La llamada crisis migratoria en España —y más aún en Cataluña— no es un episodio coyuntural. Es la gran bomba de relojería que hemos dejado armar en silencio durante décadas. Y ahora comienza a hacer tic-tac.

Según el Banco de España, en 2053 más del 60% de la población española será de origen extranjero. Un dato que, traducido, significa que España dejará de ser reconocible para sí misma. Pero lo que sorprende aún más no es el dato, sino la naturalidad con la que se anuncia: como si fuera un proceso inevitable, como si la demografía fuera una ciencia ajena a la política, a la cultura y al sentido común.

El problema no es la inmigración. El problema es que España —y Cataluña de forma dramática— no tiene ninguna política migratoria digna de ese nombre.

No existen criterios claros, ni límites, ni exigencias, ni medidas de integración efectivas. Solo un relato ideológico que repite hasta la extenuación los beneficios de la inmigración (muchos de ellos ya han sido agotados o superados por los costes) mientras criminaliza cualquier análisis crítico como racismo.

Las cifras hablan por sí solas: ya estamos en el 19,1% de población extranjera de media. Pero la media esconde la realidad: en el municipio murciano de Torre-Pacheco, por ejemplo, el 30% de la población es inmigrante, en gran parte marroquí, y mucha de ella concentrada en un solo barrio. En Cataluña, el 25% de la población ha nacido en el extranjero, y en Barcelona esta proporción sube hasta una tercera parte. Entre los 25 y los 40 años -el núcleo activo de la sociedad- la mitad de los residentes en Cataluña tienen origen foráneo. Estas son cifras de sustitución, no de integración.

El Banco de España nos anuncia ahora, con la serenidad de un tecnócrata, que serán necesarios otros 24 millones de trabajadores foráneos de aquí a 2053. Nadie habla de fomentar la natalidad, facilitar la formación de familias, favorecer la conciliación o dar esperanza a la juventud autóctona. La respuesta es siempre la misma: mayor inmigración. Es su único plan.

Y si esto no es un proceso de sustitución demográfica, ¿qué es?

Nos encontramos ante una transformación acelerada y descontrolada de nuestro tejido social, cultural y lingüístico. La lengua catalana ya es cuestionada como   una imposición. Así lo muestra el Observatorio de las Discriminaciones de Barcelona, que denuncia que exigir el catalán para trabajar o recibir atención sanitaria es… discriminatorio.

En la obra teatral Esas latinas, subvencionada por instituciones públicas, se dramatizan situaciones en las que mujeres inmigrantes son «maltratadas» por profesionales catalanohablantes que —¡qué osadía!— les piden entender la lengua del país.

Éste es el relato dominante: la cultura de acogida debe ceder siempre, y toda exigencia de adaptación es sospechosa de supremacismo.

Pero el mayor problema aún no ha llegado. Y lo sabemos. El auténtico choque social lo protagonizarán las nuevas generaciones nacidas aquí, pero que no se sienten de aquí, ni aceptadas por sus países de origen. Son una masa creciente de jóvenes atrapados entre dos identidades inasumibles, con un futuro truncado por el paro, la escuela fracasada y la precariedad. Este cóctel social es explosivo. Y ya sabemos cómo acaba cuando se combina con el nihilismo, la rabia y las redes sociales: basta con mirar a Francia.

Es necesaria una política migratoria basada en el sentido común, la responsabilidad y el respeto. Que mire la realidad de cara y se atreva a poner límites, a defender la cultura propia y a exigir reciprocidad. Lo contrario no es humanismo. Es negligencia suicida.

Los barrios populares sufren las consecuencias de una inmigración descontrolada mientras la élite predica inclusión desde su ático. #Inmigración #JustíciaSocial Compartir en X

 

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