¿Por qué progresan los partidos de la extrema derecha en Europa?

Extrema derecha, derecha extrema, derecha radical, populismo, alternativa, la evidencia es que, se las llame como se las llame, estas fuerzas políticas siguen avanzando en Europa, de manera que según los cánones con que las definen, gobiernan Hungría, Polonia, Italia. Son partidos de gobierno en Suiza, Eslovenia, Suecia y Austria, como mínimo, y han disputado la presidencia de Francia en las dos últimas convocatorias electorales. Representan el 17% del voto total de la Unión Europea (El País, 2 de octubre), y siguen avanzando, a pesar de que los descalifican por fascistas y se les excluye de la vida política normal. Pero, a pesar de ello, siguen progresando, como muestra el último caso de Italia.

La mayoría de sus detractores incurren en aquel adagio chino que dice que el necio solo mira el dedo del sabio que señala la luna, sin observar lo que él indica: nuestro satélite. Se actúa así cuando se invierte todo el tiempo político en descalificar nominalmente a estos partidos, sin atender a las causas que los han llevado a crecer extraordinariamente o a nacer en lo que va de siglo.

A diferencia de la derecha, por lo visto, no existe una extrema izquierda, aunque, como sucede en España, participe en el gobierno, un Partido Comunista, o una versión española, del chavismo venezolano. Ellos son simplemente partidos a la izquierda del socialismo, pero nada de extremos, según definen los libros de estilo de demasiados periódicos y televisiones. El vicio todavía insuperable del juicio supremacista sobre quienes no comparten sus puntos de vista domina en la cultura de la desvinculación, el espacio político que configuran lo que fue la socialdemocracia, el actual liberalismo cosmopolita de la globalización y el progresismo de género. Quien es capaz de escribir que el lema “Dios, patria, familia”, que exhibía Meloni, “necesita una lección de educación para la ciudadanía” (Sergio de Molino. El País, 2 de octubre) es un supremacista ideológico que pretende reeducar a la gente, porque desprecian sus ideas.

Y como cada vez son más los despreciados, pues se van organizando y en ocasiones ganan. Según la empresa que practicó el sondeo de la noche electoral en Italia, y que acertó de pleno, solo 6 puntos porcentuales de los 25 que logró Meloni, responden a ideas nostálgicas de lo que fue el fascismo, el resto tienen otras procedencias: de la Liga Norte, del Movimiento 5 Estrellas y de quienes no votaron en las anteriores elecciones.

Reciben el voto en gran medida de los más desfavorecidos por el actual modo de producción y modo de vida, de los desposeídos, de los que han visto frustradas todas sus perspectivas y se sienten al margen de unas dinámicas y redes de contactos profesionales cosmopolitas que, ni les benefician ni entienden. Son en gran medida los “despreciados”. Si se era de izquierdas para apoyar las reivindicaciones de los trabajadores y de los menos favorecidos por el modo de producción, hay que decir que hoy este papel lo desarrollan los partidos de la derecha radical.

El voto en Meloni en un 30% procede de los trabajadores, y en otro 30% de los empresarios, sobre todo de los pequeños y medianos, como constata su triunfo en las regiones del norte.

En las presidenciales francesas, el 64% de los obreros y parados votaron al Reagrupamiento Nacional, pero solo lo hicieron el 23% de los ejecutivos. También ganó a Macron entre las rentas bajas, 56% a 44%. Y es el voto popular el que da amplias mayorías absolutas a los gobiernos de Polonia y Hungría. Y en las recientes elecciones suecas ha sido la periferia territorial y no Estocolmo el que ha convertido a la derecha extrema en el segundo partido del país.

Deterioro de la clase media y empobrecimiento de las clases populares, aumento de la desigualdad y crecimiento de la pobreza. Esta es una clave del desarrollo de estas nuevas formaciones políticas, que, a través de diversos reajustes y experiencias, combinan una visión conservadora en relación con las instituciones sociales y de apoyo a los desfavorecidos. Se les acusa de plantear soluciones simples para problemas complejos. Lo veremos ahora que pueden gobernar en Italia, pero ya tenemos una referencia de años al frente de Polonia y Hungría, y en ambos casos sus resultados económicos son mucho mejores que los del Gobierno de España. Algo de razón tendrán sus soluciones, cuando hace tiempo que han superado los daños de la crisis del 2020, la de la COVID-19, mientras que el Gobierno español, con suerte lo conseguirá a finales del 2023, tres años después.

No solo de pan vive el hombre. Sería otro error limitar toda la explicación a un análisis seudo marxista, materialista, que solo tuviera en cuenta la cuestión económica, un factor muy importante, pero ni mucho menos único.  La cuestión de la identidad pesa mucho en un tiempo donde las grandes identidades naturales, solidas, fuertes, dan fundamento y sentido a nuestras vidas. La fe religiosa, la nación o la patria, la familia, ser hombre o mujer, son sistemáticamente derruidos por la última ideología que ha parido Occidente. Ideología en el sentido peyorativo que Marx le daba a este término: la concepción Gender. La alternativa cultural, en un caso, o la simple reacción contraria, en otro, las perspectivas de  género forman parte de la corriente que alimenta el éxito de la derecha alternativa.

Existen causas específicas. La inmigración es una de ellas, como lo  ha sido el aumento de la criminalidad en Suecia. La recuperación del sentimiento nacional, del nacionalismo, también, reivindicación de la cultura cristiana, no tanto  de la fe, sino de la concepción del ser humano del sentido de la vida, de la moral que lleva aparejado el cristianismo. Hay en todo esto una recuperación de los cristianos no practicantes, el grupo mayoritario de nuestra sociedad y el más ignorado, incluso por quienes no deberían poder dormir sin atraerlos, los responsables de las distintas confesiones religiosas.

No es una sola causa, sino un entramado de ellas. Sobre todo, cuando son partidos que se sitúan a partir del 15% de los votos. Las organizaciones políticas que en Europa responden a postulados ciertamente fascistas son electoralmente residuales, y solo tuvieron una mínima significación, en  la Grecia azotada por la gran crisis del 2008 y por los hombres de negro de Bruselas. Los partidos de la derecha radical que en muchos casos se consideran y pertenecen a la formación europea de fuerzas conservadoras, obtienen el 60% de los votos en Hungría, el 50% en Polonia, más del 30% en Italia, casi el 27% en Suiza, el 23,5% en Eslovenia, el 20,5% en Suecia, el 19% en Eslovaquia, el 19% en Francia, el 18% en Estonia, El 17,5 por ciento en Finlandia, el 16% en Austria y Países Bajos, y el 15% en España. Estas cifras no se logran con el monocultivo temático ni social. En total 13 países, a los que hay que añadir otros 7 con resultados entre el 7% de Portugal y el 13% De Bélgica.

Es la respuesta a los factores que alimentan la cultura dominante de la cultura desvinculada, ahora hegemónica en Occidente, y no va a frenarse -dentro del margen de las lógicas fluctuaciones políticas- hasta que las causas que la ocasionan desaparezcan.

Todo esto sucede además cuando se fragua un nuevo malestar y rechazo de Occidente en el mundo, como lo muestra que Rusia, a pesar de su guerra de agresión y las sanciones, está lejos de estar sola, y encarna con China -y esta articulación es un grave error Occidental- la oposición a la hegemonía de Estados Unidos y el seguidismo europeo.

No vamos bien.

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