Las elecciones catalanas no sólo presentan la incertidumbre de cuál será el gobierno que saldrá de ellas, sino si la participación no contribuirá a desvirtuar su legitimidad, en caso de que resulte singularmente baja.
Y no se trata de un principio teórico, y menos aún jurídico, sino práctico. Si la participación se sitúa en torno al 60% significa que los votos que obtiene cada partido representan esta misma fracción del total del electorado, y por tanto, un gobierno que se piense que tiene la mayoría de escaños y la proximidad de la mitad del voto, en realidad representará del orden de una cuarta parte de los ciudadanos. Obviamente, tendrá toda la legalidad del mundo, pero si no actúa con un gran afán integrador del 75% de personas que no lo han votado, es evidente que tendremos un foco de conflicto potencial grande, y hasta ahora la perspectiva no invita a la tranquilidad.
El independentismo, de vía ancha o vía estrecha, se ha caracterizado por una mentalidad que se considera la voz de todo el país, mientras que su alternativa, la alianza de Comuns y Podemos en Madrid y en el Ayuntamiento de Barcelona, se caracteriza por una legislación, y una actuación muy ideológica y conflictiva, las leyes de enseñanza, eutanasia, «trans», las políticas municipales, todo respira una actitud polarizadora y de poseer toda la razón. No sé ver por qué al frente de la Generalitat debería imperar una mentalidad diferente, más cuando los que liderarían son subalternos de Sánchez, e Iglesias y Colau, respectivamente.
La no-ley electoral catalana, basada en la normativa española de circunscripciones provincial y listas cerradas y bloqueadas, no ayuda a dotar de legitimidad en situaciones de conflicto, porque los diputados raramente expresan la voz de los electores, con los que mantienen una relación migrada, cuando no inexistente, y son expresión de los aparatos de cada partido, y por tanto de sus consignas.
Si a este hecho se le añade la pérdida de prestigio de la Generalitat, ejecutivo y Parlamento, y la tentación generalizada de gobernar a golpe de imagen, reduciendo la política sólo a lo que tiene de espectáculo, la gente, por mucho que lo intente, no sabe ver que, pasado el 14 de febrero, caminaremos firmemente hacia la resolución de las crisis y amenazas irresueltas que se acumulan.
Me gustaría que así fuera, pero no sé ver, en las condiciones políticas actuales, de donde puede venir la buena respuesta. Quizás necesitamos todavía una khátharsis, es decir, una purificación, tanto emocional como intelectual y moral, que debido al temor y la piedad, como en la tragedia griega, permita recuperar la salud para nuestra política, y acabe recuperando el sentido del bien común, imperfecto siempre, pero bien a fin de cuentas.