La vivienda es un problema crónico que no se ha resuelto pese a estar presente desde hace años. Al mismo tiempo, es una fuente de engaño continuado por parte de quienes gobiernan, que Sánchez ha llevado al paroxismo.
En un diagnóstico de fortalezas y debilidades de Cataluña encargado por la Generalitat, de 1999, ya se señalaba como principales debilidades en el capítulo del urbanismo y vivienda el elevado coste de adquisición, que provocaba un retraso en la creación de nuevos hogares, la falta de promoción de vivienda social de alquiler, que determinaba un mercado prácticamente inexistente en relación con el sector público y el gasto de las familias en vivienda, que se llevaba una parte excesiva de sus ingresos y que tenía fuertes repercusiones económicas en otros campos.
De hecho, la vivienda es una función estratégica porque de ella dependen múltiples variables con efectos encadenados. Uno es la dificultad de emancipación de los jóvenes y sus consecuencias sobre la formación de nuevas familias y la natalidad. Otro es que limita la movilidad laboral porque es más importante retener una vivienda en buenas condiciones que cambiar o disponer de empleo. Además, es un factor que acentúa el desequilibrio de recursos entre jóvenes y mayores porque estos últimos tienen, en su inmensa mayoría, resuelta esta cuestión. Si a este hecho se le añade la estabilidad y el nivel de ingresos de las pensiones en comparación con los niveles salariales y la incertidumbre del trabajo de los jóvenes, tenemos ante nosotros un panorama que no llama a la confianza en el futuro ni a un buen desarrollo de las jóvenes generaciones.
El problema de la vivienda vuelve a ser tan grave que ha reaparecido con fuerza la figura de los tiempos más difíciles de este país con los realquilados, aunque ahora ese nombre ha desaparecido. Las personas que alquilan una o unas habitaciones en el hogar de otro porque no pueden pagar el piso entero.
Sobre este difícil escenario aparece además el cinismo gubernamental de las promesas ostentosamente incumplidas. Lo hacen todos, pero de forma escandalosa Sánchez.
Constatémoslo:
Pedro Sánchez prometió en 2019 la construcción de 250.000 viviendas de titularidad pública. Resultado: a los 5 años, igual a cero. Al año siguiente, el ministro de Transportes, Movilidad y Agenda Urbana, José Luis Ábalos, prometió la construcción de 20.000 viviendas en suelo público disponiendo de los terrenos de los antiguos acuartelamientos militares urbanos. Esta promesa se esfumó junto a su desaparición del ministerio al año siguiente. Más tarde, cuando en 2023 Sánchez convocó elecciones anticipadas, prometió otras 100.000 viviendas, de las que 50.000 debían proceder de la Sareb. El resultado de tanta vivienda está a la vista. Ni cinco de cajón. De hecho, desde 2019 el gobierno cada año, por una razón u otra, nos promete miles y miles de viviendas que después rápidamente pasan al olvido.
Ahora, junto a nuevas promesas, se ha sacado de la manga una solución «mágica». Ha decidido eliminar la Golden Visa, que significaba la compra de viviendas de lujo a cambio de obtener la residencia en España. Sánchez, que recordémoslo es doctor en Economía, y no es una broma, hizo la extraña afirmación de que a base de limitar este acceso a la vivienda de lujo hará que la vivienda no sea tan cara en España. Fantástico. O sea, que la mayoría de las personas que buscan un piso compiten en precio con viviendas que se ubican en 1 millón de euros o incluso cifras superiores. En este caso el engaño se combina con la demagogia.
En cualquier caso, el problema sigue aquí y crece como una bola de nieve. Las otras soluciones que han aportado desde las filas gubernamentales y que no piden disponer de suelo y construcción, no han hecho más que empeorar el mercado. Desde la idea, que se sabía quebrada antes de empezar, de Colau de obligar a que el 30% de la nueva vivienda privada fuera de carácter social, con lo que ha logrado paralizar la construcción en Barcelona, hasta las limitaciones en la evolución de los alquileres, que sólo hacen que retirar oferta del mercado y subir de precio. Porque el problema, como todo el mundo sabe, es sencillamente de oferta. Se necesitan más viviendas sociales y alguien tiene que hacerlas. Y ese alguien es el Estado, mejor dicho, su gobierno, las comunidades autónomas y los municipios. Y esto tiene aún mayor importancia cuando estas instancias públicas nadan en la abundancia fruto del aumento continuado de la presión fiscal y la inflación.
La multiplicación de vivienda turística y la llegada masiva de inmigrantes, que vuelve a registrar máximos como los de principios de siglo, no hacen más que multiplicar el problema. Si en 2008 llegaron en el primer semestre 330.000 inmigrantes, en el primer semestre de 2022 han llegado 479.000. Todo esto espera una solución que cada día que pasa se hace más difícil. Y es que, además, cuando se adopten las inversiones masivas que se requieren, este hecho generará otro problema distinto relacionado con una debilidad crónica de nuestro país: la baja productividad. Pero éste ya es todo otro tema.