A los ya numerosos choques económicos acumulados en estos dos últimos años debido a la pandemia mundial de la Covid-19 se le suma ahora el conflicto de Ucrania, de variadas y graves consecuencias económicas.
En un momento en que la máquina industrial china funciona a medio gas por culpa de la variante Ómicron y de las draconianas medidas de Pekín para hacerle frente, la guerra de Ucrania ha provocado un éxodo masivo de empresas occidentales de Rusia, ha prácticamente dejado Moscú sin acceso a los dólares, ha disparado los precios de la energía y de las materias primas y ha puesto en riesgo el suministro alimenticio de todo Oriente Medio.
Como afirmaba el CEO de un fondo de inversiones, los actuales problemas vinculados al suministro ya duran más que los bloqueos del petróleo de 1973, 1974 y 1979 –todos ellos combinados. Y habría que añadir que implican también consecuencias mucho más profundas.
En este contexto en que las crisis se acumulan y se aceleran, las empresas están obligadas a repensar de arriba abajo su forma de actuar.
Las consecuencias para los consumidores europeos ya se notan: desde llenar el depósito en la gasolinera hasta la misión prácticamente imposible de encontrar un coche eléctrico disponible en concesionario.
De momento, el grueso de los quebraderos de cabeza lo sufre todavía la oferta más que la demanda. Incluso las empresas que no tienen ninguna dependencia directa de Ucrania o de Rusia buscan frenéticamente formas de depender menos de productos importados.
Si desde la primera ola del coronavirus los términos preferidos de muchos directivos son “re-localización” y “resiliencia”, la guerra en Europa del Este les ha hecho pulsar el acelerador.
Empresas grandes y pequeñas intentan encontrar canales de emergencia para asegurar el suministro y establecer mecanismos de redundancia, mientras que la búsqueda de fabricantes locales se ha disparado.
La búsqueda de proveedores locales no es ya una simple cuestión de ecología o ética de negocio
El localismo no es ya una simple cuestión de ecología o ética de negocio, sino que se ha convertido en una exigencia clave para garantizar la continuidad de las operaciones de las empresas.
Empresas como Intel, el líder mundial de microprocesadores, han anunciado grandes fábricas en territorio estadounidense.
En un sector tan distinto como el de la alimentación también se valora cada vez más el abastecimiento local. En Estados Unidos, por ejemplo, aparecen cada vez más “granjas verticales”, que prometen optimizar la producción de frutas y verduras tanto desde el punto de vista logístico como ecológico.
El problema es que la transición de un modelo económico global a otro basado en bloques de alianzas no será rápido ni fácil, y supondrá inmensos costes tanto para las empresas como para los consumidores. Esto es así porque actualmente nuestros sistemas económicos están concebidos para una economía global altamente integrada.
Un ejemplo claro son los costes de la Transición Energética, ya muy elevados antes del actual conflicto bélico. Si a estos se les suman los costes de establecer nuevos centros de producción locales, más los de construir las infraestructuras para apoyar esta nueva producción y la consecuente distribución, la factura final podría convertirse en estremecedora.