En 1992 se llevó a cabo la cumbre de la tierra en Río de Janeiro, donde se estableció la Convención Marco sobre el Cambio Climático (UNFCCC por sus siglas en inglés). A partir de aquí se han organizado las conferencias sobre el clima que se reúnen una vez al año, desde la primera llevada a cabo en 1995 en Berlín y previa a la actual en Glasgow el pasado año.
Seguramente todos recordaremos una porqué estableció el instrumento más nombrado, el Protocolo de Kyoto. Fue en la tercera conferencia en 1997. Cabe subrayar que la COP21 de París 2015 tuvo especial importancia porque se limitó el calentamiento climático a 2ºC con la aspiración de limitarlo a 1,5ºC. Son estos los antecedentes a tener en cuenta ante la Cumbre que se está celebrando del 6 al 18 de este mes en Egipto, la COP27, y que comienza dando ya prácticamente por sentado que los objetivos citados de la reunión de París ya no son viables y que no es posible que en 2030 haya un calentamiento por debajo de los 2ºC.
Se esperan medidas importantes, pero no bien definidas y no solo sobre los gases de efecto invernadero, sino también en la lucha contra la deforestación tropical porque ese cinturón verde que recorre el mundo absorbe el 25% de los gases invernadero.
Es evidente que la guerra de Ucrania ha alterado substancialmente todo este planteamiento y ha acentuado las dificultades y contradicciones. En Alemania, que cerró las nucleares, están quemando carbón como sustituto del gas ruso y en España, que lo negó en un principio, funciona de nuevo la producción de energía eléctrica mediante carbón. Asimismo, la CE decreta que ya no circularán coches con motor de explosión en el 2030 por su territorio, lo que obviamente es una entelequia, viendo el grado de despliegue que este nuevo tipo de motor y lo que necesita para extenderse ha alcanzado hasta ahora.
En realidad, lo que hay que constatar es que la batalla en un horizonte razonable de reducir las emisiones de dióxido de carbono a cero, que era posible hace 30 años -en teoría-, hoy ya no es posible y se sigue demandando una creciente cantidad de energía barata. De hecho, las emisiones mundiales de CO₂ relacionadas con la energía crecieron un 6% en 2021, alcanzando los 36.300 millones de toneladas, el máximo histórico.
Detrás de este hecho está la evidencia de que la transición energética está resultando demasiado lenta y que no se avanza al ritmo necesario en cuanto a los vehículos de todo tipo, desde los aviones a los coches, a las centrales que producen electricidad, a las fábricas de fertilizantes, en las cementeras y en los hornos y muchos otros procesos. Todo esto no está bien resuelto ni en camino de resolverse.
También en 2021 se volcaron en la atmósfera 135 millones de toneladas de metano, una cifra sensiblemente inferior a la de CO₂, pero que tiene 35 veces más capacidad de calentar el planeta que el CO₂. La sustitución de energía fósil (carbón, petróleo y gas) por aplicaciones de energía de utilización del sol y del viento está avanzando muy lentamente.
Un caso claro es el de España. Para eliminar los combustibles fósiles debería eliminarse el 70% de los 1.000 Twh, es decir, disponer de unos 700 de energías renovables. Sin embargo, a finales de 2021 había instalados en España unos 28 Gw de potencia eólica que producían 60 Twh y 15 Gw de potencia solar fotovoltaica, que generaban 30 Twh. De hecho, en 2021 el ciclo combinado era la segunda componente energética, disponiendo de 26 Gw de potencia instalada, 5,6 procedentes de la cogeneración, 3,7 procedentes del carbón y todavía quedarían, si se quiere para una segunda fase de sustitución, los 7 Gw de la energía nuclear.
Esto con respecto a la producción de energía eléctrica, pero después está todo el otro capítulo del transporte, coches y camiones, que nos penaliza por la debilidad de la red ferroviaria y que representa unos 140 Twh al año. La sustitución de una parte de este transporte, el pesado, por hidrógeno significaría, según cálculos de los expertos, 325 Tw al año y esto brilla por su ausencia.
Las cifras económicas pueden indicarnos quizá con más claridad lo que necesitaríamos para adaptarnos. El conjunto de la adaptación tiene un coste de 31.000 millones de euros anuales, lo que representaría unos 2.500 euros anuales por familia a lo largo de 30 años. Es evidente que estamos lejos de poder culminar ese proceso.
Y entonces, ¿qué? Pues evidentemente llevarlo a cabo en las mejores condiciones posibles, también de justicia social, y asumir que, habiendo perdido el tren de la reducción, sin abandonarlo, debemos poner sobre la mesa las políticas de adaptación que nos permitan vivir en condiciones decentes. El aviso de este verano señala en esta dirección lo que hay que hacer en las ciudades, en la agricultura, en la disponibilidad de agua y su regulación, en el papel de los invernaderos en el urbanismo. En fin, es necesario abrir ese otro capítulo que es la contrapartida de haber llegado tarde.