¿Alguien todavía considera meras ocurrencias las campañas institucionales que incitan a las chicas a desmadrarse de noche, como el #SíesSíFest del Ministerio de Igualdad, o las actividades “pedagógicas” en centros para jóvenes de muchos ayuntamientos (con menos eco que la yincana erótica de Vilassar de Mar), o la moda de sustituir los lavabos separados en las escuelas por otros “inclusivos, para educar en igualdad de género”? Queramos verlo o no, hace tiempo que la guerra cultural se está librando en nuestra sociedad. Lo que ocurre es quien la ha comenzado actúa cada vez más a cara descubierta, y que hoy se percibe más claramente el resultado de décadas de deconstrucción persistente y discreta.
Cabe preguntarse si son apropiadas las expresiones batalla cultural o guerra cultural, que se usan cada vez más a menudo. La realidad es que estamos inmersos en una confrontación global de ideas, valores y estilos de vida que afecta a cuestiones básicas a la hora de comprender la naturaleza humana. Hablar de batalla cultural o de guerra cultural puede servirnos de alarma, de despertador, pues este cambio de paradigma nos ha pillado adormilados y con mucha flojera. Nos ayuda a tomar conciencia de que esto no es ninguna broma, que va muy en serio.
La guerra cultural tiene su frente principal en la comprensión de lo más íntimo de la persona y de la familia. Parte de una triple desconexión: entre sexualidad y amor conyugal, entre sexualidad y procreación y entre sexualidad humana e identidad personal. Todo se fue gestando una vez terminada la segunda guerra mundial. A nivel teórico, la influencia principal corresponde a los autores freudomarxistas (Wilhem Reich y Herbert Marcuse), a un zoólogo que pasó a estudiar sesgadamente la sexualidad humana (Alfred Kinsey) y al feminismo extremista de quien sostenía que “la mujer no nace, sino que se hace” (Simone de Beauvoir).
El genio capitalista norteamericano comprendió, desde la laxitud moral del protestantismo liberal, que esa visión tan disruptiva de la sexualidad humana y la consiguiente revolución en la moral y las costumbres a las que daba pie, le iba muy bien comercialmente. Entendió que el consumo se dispara en una población que se habitúa a satisfacer fácilmente su deseo sexual. Zygmunt Bauman ha analizado agudamente cómo la mentalidad consumista se interrelaciona con los hábitos afectivos y sexuales de las personas.
Más recientemente, el igualitarismo de sexos de un feminismo que margina la maternidad, el miedo creciente a una crisis medioambiental irreversible, la promoción de los movimientos LGTBI o la sustitución total o parcial de los hijos por las mascotas en muchas parejas jóvenes. Todas estas tendencias van en la dirección de hundir aún más a la natalidad europea, consolidando el marco mental según el cual la sexualidad no está destinada a tener hijos.
Mientras padres y madres de familia están ocupados intentando educar a sus hijos en un entorno poco favorable, existe una legión bien organizada de personas, generalmente liberadas de las obligaciones de la paternidad y la maternidad, ocupadas en configurar el nuevo mundo en el que vivirán los hijos de los demás. Por su parte, el poder económico, cada vez más concentrado y lejano, se sitúa entre el compromiso explícito a la causa, que demuestran grandes corporaciones globales como Amazon, Google o Disney, y la tranquilidad que expresa el ejecutivo de la viñeta de El Roto: “La lucha de género ha sustituido a la lucha de clases. ¡Estamos salvados!”.
En conclusión, es importante entender que la guerra cultural no la ha comenzado la llamada gente de orden o amante de las buenas costumbres. No, quienes han declarado la guerra cultural y avanzan sus filas ocupando ministerios, consejerías, concejalías, medios de comunicación, escuelas, instituciones culturales, son los que quieren edificar una civilización de nueva planta que nada tenga que ver con lo mejor de la tradición occidental. Sin embargo, con frecuencia se acusa de instigar la guerra cultural a quien se atreve a criticar acciones legislativas o administrativas que promueven el aborto, la usurpación de la patria potestad a las familias, el transexualismo, u otras innovaciones similares.
Un segundo aspecto a considerar es que el nuevo marco mental y moral que se está imponiendo es tan antinatural, sobre todo para la mujer, tan desfavorable para la persona y la familia y las consecuencias son tan negativas para la sociedad, que a la hora de comparecer a defenderse en la guerra cultural en curso no hacen falta propuestas extremistas, ni tonos estridentes, ni limitarse a un Épater le bourgeois para escandalizar a los seguidores de lo políticamente correcto, aunque eso también es necesario. Sobre todo, se trata de exponer de forma objetiva y razonada lo que está pasando, sus causas y sus consecuencias.
Un último aspecto a considerar es el papel de la fe. Obviamente no es necesario ser creyente para tomar conciencia de la necesidad imperiosa de un gran cambio cultural. El hundimiento de la natalidad, con todo lo que implica, por sí solo es un argumento suficiente. Pero, ¿de qué fuente se obtienen las convicciones y el sentido, las virtudes y valores necesarios hoy para superar la actual dictadura del relativismo? Sin un firme arraigo religioso es muy difícil, para la inmensa mayoría de las personas, nadar contra corriente. Pero ésta es la convicción propia de un creyente que los no creyentes no tienen por qué compartir, o sí.
Publicado en el Diari de Girona el 20 de agosto de 2022