En tiempos pretéritos, la reivindicación del autogobierno en Cataluña estaba estrechamente ligada a la voluntad de construir una administración y un sector público distintos y más eficientes que los del resto de España. La exigencia histórica de autogobierno tenía sentido y lógica en sí misma: no solo respondía a un impulso identitario, sino también al deseo de modernizar la gestión pública, de hacerla más racional, más transparente y cercana al ciudadano. Era una aspiración reformista, no solo nacional.
Ese fue, en gran medida, el espíritu que animó la Mancomunidad de Cataluña bajo la dirección de Enric Prat de la Riba y, décadas más tarde, la Generalitat de Jordi Pujol, que en sus primeros años supo imprimir dinamismo institucional y una cierta eficiencia administrativa.
Sin embargo, con el paso del tiempo, esa ambición inicial se fue diluyendo. Tras la primera década de reconstrucción autonómica, el modelo administrativo catalán comenzó a fosilizarse, reproduciendo los vicios de la vieja burocracia estatal. Como si de un proceso geológico se tratara, cada gobierno fue acumulando nuevas capas de estructuras, organismos y entes sobre los anteriores, sin un modelo coherente que guiara su evolución.
Durante los primeros años —diez o doce, a lo sumo— se produjeron aportaciones relevantes que aún perduran. Pero, en conjunto, la administración catalana se ha ido deteriorando hasta convertirse en una maquinaria pesada, ineficiente y politizada. Un ejemplo especialmente significativo es el del sistema educativo: de haber aspirado a situarse en la vanguardia de la innovación pedagógica, Cataluña ha pasado a ocupar los últimos puestos, según los indicadores del informe PISA.
Su informe “Dedómetro: mérito y capacidad en el sector público catalán” revela una profunda degradación institucional y un elevado nivel de politización.
Ahora, un nuevo estudio de la Fundación Hay Derecho ha aportado un diagnóstico demoledor. Su informe “Dedómetro: mérito y capacidad en el sector público catalán” revela una profunda degradación institucional y un elevado nivel de politización. Aunque desde ciertos sectores políticos se ha intentado desacreditar el estudio, alegando que atenta contra las reivindicaciones de una mejor financiación autonómica, lo cierto es que el informe no apunta al “dedo” que señala la luna, sino a la propia luna: a la erosión de los principios básicos de profesionalidad, mérito y transparencia en la administración catalana.
Un sistema sobredimensionado y opaco
Cataluña es, según el informe, la comunidad autónoma con mayor número de entidades públicas: 277, frente a 103 en Madrid y 129 en Andalucía. De ellas, 94 existen solo sobre el papel, sin actividad real ni revisión jurídica. Este entramado institucional —en buena medida duplicado y redundante— supone una carga económica y organizativa que no se corresponde con su rendimiento ni con la calidad de los servicios públicos que ofrece.
No es casual que uno de los puntos menos negociables del reciente pacto entre Salvador Illa (PSC) y ERC sea precisamente “no mover las sillas” de los altos cargos vinculados al entorno republicano.
El crecimiento inorgánico del sector público catalán no ha estado guiado por un modelo de eficiencia o racionalidad administrativa, sino por la lógica de la partitocracia: la proliferación de organismos y empresas públicas se ha convertido en una vía para distribuir cargos y recompensas políticas. No es casual que uno de los puntos menos negociables del reciente pacto entre Salvador Illa (PSC) y ERC sea precisamente “no mover las sillas” de los altos cargos vinculados al entorno republicano.
El informe revela, además, datos alarmantes:
- Un 40% de los altos cargos carecen de formación o experiencia adecuadas para su puesto.
- Solo uno de los 150 nombramientos analizados se realizó mediante un procedimiento abierto, competitivo y transparente.
- El gasto en alta dirección en Cataluña asciende a 235 millones de euros, frente a 58 millones en Madrid y 78 millones en Andalucía.
- La nota media en el indicador global de mérito y capacidad apenas alcanza un 5 sobre 10.
El estudio subraya que la ausencia de normas claras sobre formación y experiencia permite que los puestos directivos sean ocupados por personas afines al poder político, sin garantías de competencia ni transparencia. La opacidad en los procesos de designación impide la rendición de cuentas, bloquea la posibilidad de impugnación y limita la supervisión pública.
Costes, duplicidades y pérdida de eficiencia
Las consecuencias de esta estructura hipertrofiada y politizada son múltiples:
- Incremento del gasto administrativo y de personal, al multiplicarse los cargos intermedios y las plazas directivas.
- Duplicidad de funciones entre organismos que realizan tareas similares, sin coordinación efectiva.
- Mayor endeudamiento público, pues buena parte del gasto estructural se financia mediante deuda.
- Reducción de la inversión en infraestructuras y servicios de calidad, al destinarse los recursos a mantener la estructura en lugar de mejorarla.
- Presión fiscal creciente, que afecta a hogares y empresas, y reduce la competitividad económica.
- Riesgo para la sostenibilidad fiscal a medio y largo plazo, ante la falta de control sobre el tamaño y la eficiencia del sector público.
Cuatro reformas urgentes
El informe propone un conjunto de medidas que, de aplicarse, podrían revertir la deriva actual:
- Implantar procesos de selección abiertos, transparentes y competitivos para todos los altos cargos.
- Definir y exigir requisitos mínimos de formación y experiencia para los puestos directivos.
- Fortalecer la rendición de cuentas, vinculando los contratos de desempeño a la evaluación de resultados.
- Publicar el histórico de directivos y fortalecer la transparencia activa en los procesos de nombramiento y cese.
En definitiva, el “Dedómetro” pone de relieve que la crisis de la administración catalana no es una cuestión de identidad ni de financiación, sino de calidad institucional. Cataluña, que quiso ser modelo de buen gobierno y eficiencia pública, se encuentra hoy atrapada en una burocracia de partido, más pendiente de la lealtad que del mérito. Recuperar la ética del servicio público que inspiró a Prat de la Riba y a los primeros gobiernos autonómicos no es solo una cuestión de eficacia: es una cuestión moral y de respeto a la ciudadanía.
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