El mundo y muy especialmente los antiguos aliados de Estados Unidos, como es el caso de la UE, han acogido con gran alivio el relevo que se ha producido en la Casa Blanca, con la sustitución del republicano Donald Trump por el demócrata Joe Biden.
El nuevo presidente se enfrenta a tareas gigantescas. Por un lado, recomponer la política exterior norteamericana dañada por su predecesor y definir de nuevo el papel de Washington en el mundo . Por otra parte, de puertas adentro, superar la pandemia y la crisis socioeconómica consiguiente, tratar de coser las profundas fracturas causadas por el tridente formado por el racismo, la polarización ideológica y la desigualdad, y proceder a la adopción urgente de reformas estructurales que el país necesita desde hace décadas, particularmente en infraestructuras, sanidad y educación.
Con un grado de improvisación muy notable y sin ningún tipo de rigor intelectual, más allá de su intuición, Trump intentó establecer una política exterior que basculaba entre el aislacionismo tradicional de algunas élites estadounidenses y una retórica imperialista.
La primera tarea consiste en la reparación del daño causado a las instituciones y al prestigio de la democracia provocado por trumpismo, sobre todo por la brutalidad de su final escandaloso, con el asalto al Capitolio. Es importante por sus repercusiones en la imagen y en la autoridad de Washington de cara a sus aliados. También hay que marcar puntos rápidamente en la cooperación multilateral, en el combate contra la Covid-19, en la coordinación de las políticas económicas y monetarias para afrontar los efectos de la pandemia y en la recuperación del protagonismo de los Estados Unidos en la ONU como primera potencia mundial.
Anthony Blinken, de formación europea, es el nuevo secretario de Estado y, por tanto, responsable de la nueva política exterior. Ya hace tiempo que ha subrayado la necesidad de religar los aliados democráticos de Washington situados en Europa y Asia, levantando así una alternativa liberal a la Eurasia de Putin y a las Nuevas Rutas de la Seda de Xi Jinping, dos formas autoritarias de abordar la gobernanza interna de los países y la globalización.
Los primeros cien días de Biden en la Casa Blanca han superado con creces las expectativas que se tenían en el nuevo presidente. En política exterior se ha producido un verdadero golpe de volante, que ha supuesto la rápida y expeditiva reincorporación de Washington a las instituciones internacionales y la recuperación de los tratados y pactos multilaterales destrozados por Trump.
La gran sorpresa, sin embargo, se ha producido en política interior, cuando se ha visto que Biden estaba dispuesto a llevar a cabo una especie de «revolución tranquila», que rompe con una praxis política iniciada en la presidencia de Reagan, en los años ochenta del siglo pasado. Esta praxis culpaba al Gobierno de todos los males del país y, por tanto, como menos Gobierno hubiera y menos afectara la vida de los ciudadanos, mejor. Biden quiere revertir esta política cuando manifiesta solemnemente que «ustedes y yo somos Gobierno, no una fuerza en una capital lejana ni una fuerza poderosa fuera de nuestro control».
Joe Biden ha querido revestir su revolución tranquila con un relato épico, al declarar que «América está en marcha otra vez», «América siempre se levanta, como estamos haciendo ahora», y «dentro de 50 años la gente mirará hacia atrás y dirá que este fue el momento en que los Estados Unidos ganaron el futuro».
Los análisis sobre lo que Biden se propone en política interna se debaten entre la comparación con Roosevelt -autor del famoso New Deal posterior a la Gran Depresión de 1929- y Lyndon Johnson, el padre de los programas de la Gran Sociedad y la ley de derechos civiles de 1964. La popularidad de las políticas en las que se ha centrado inicialmente -una campaña de vacunación masiva y la aprobación de un plan de rescate también masivo- ha hecho aumentar su valoración. Biden ha abrazado con inusitado entusiasmo la marca rooseveltiana y apenas llegado a la Casa Blanca comenzó a ponerse metas. Prometió que Estados Unidos vacunarían 100 millones de personas durante los primeros cien días de su presidencia. De hecho, se consiguieron pasados los cincuenta días. Biden lo celebró como «un éxito colectivo».
Las circunstancias extraordinarias en que Biden tomó posesión de su cargo -una pandemia que ya había causado 400.000 muertes en Estados Unidos y una crisis económica histórica- explican que desde el primer día se haya evocado el precedente de Roosevelt, a quien Biden tiene como referente de su política económica.
Roosevelt y Biden podrían fusionarse en la historia por el tamaño y la amplitud de sus ambiciones progresistas. Hay tres similitudes más entre ambos: apostaron en los primeros cien días de mandato por un alud de decretos y leyes para intentar frenar el colapso económico, la capacidad de trabajo en equipo y dedicación al cargo, y la fortaleza mental, a pesar de las tragedias sufridas cuando eran jóvenes y de las que salieron más fuertes.
Joe Biden ha llegado a la conclusión de que el capitalismo de mercado de la era Reagan no puede reconstruir por sí solo el país. Tiene en la cabeza un nuevo new deal, es decir, un nuevo contrato social entre el Gobierno federal y el pueblo que permita enderezar los Estados Unidos y reestructurar el funcionamiento de muchos sistemas (impositivo, educativo, investigación, sanitario, militar, migratorio, relaciones laborales, etc.), sobre todo pensando en poder competir con China, la gran rival del siglo XXI.
Ya se ha visto que el nuevo pacto social comprende aspectos como los siguientes: fuerte subida de impuestos a las ganancias de capital, apoyo explícito a los derechos humanos y los sindicatos, («Wall Street no ha construido este país, fue la clase media quien lo construyó, y los sindicatos construyeron la clase media»), leyes contra la discriminación de las mujeres, leyes contra la discriminación de los colectivos LGTBIQ, derechos humanos y derechos sociales siempre en el centro de las propuestas, etc. También está convencido de que hay una reconstrucción de la democracia y de las instituciones de seguridad y defensa, gravemente afectadas por el caos y la corrupción de la presidencia anterior.
Sobre la cuestión climática, se esperaba que su Administración reparara el paso atrás hecho por su antecesor, pero pocos podían esperar que se comprometiera a reducir la mitad de sus emisiones de gases de efecto invernadero a finales de esta década en comparación con los niveles que había en 2005. Biden ha vuelto al Acuerdo de París, del que Trump se borró, y lo ha hecho por la puerta grande.
Sobre las vacunas, Joe Biden ha tenido la valentía de enfrentarse con las empresas farmacéuticas y apoyar el levantar las patentes de las vacunas contra la Covid-19, alegando que «circunstancias extraordinarias requieren medidas extraordinarias».
Biden se propone gastar seis billones de dólares (el 30% del PIB del país) (planes de rescate y plan de infraestructuras) para darle la vuelta a la economía y a la sociedad, quiere que el país se ponga en marcha de nuevo en una competición mundial para ganar el siglo XXI. Los ingresos vendrán de un aumento de los impuestos sobre quién gane más de 400.000 dólares al año y sobre las grandes empresas, subiendo el tipo impositivo de las rentas del capital, equiparándolo al que está en vigor para las rentas del trabajo. No le será fácil conseguir la aprobación del Congreso para su programa de infraestructuras, valorado en 2,3 billones de dólares y a financiar proyectos con más impuestos a los más ricos, dado que los republicanos se oponen frontalmente.
Se plantea revisar a fondo la política migratoria de Trump, centrada en la construcción de muros de contención, para poner el énfasis en la ayuda y cooperación con los países de origen de los flujos migratorios.
También aprovecha el momentum para lanzar una gran reforma policial. El racismo, sostiene su vicepresidenta Kamala Harris, «impide a los Estados Unidos alcanzar todo su potencial».
No se puede perder de vista que uno de los principales objetivos de Biden es hacer frente a China, a la que quiere enviar un mensaje duro afirmando que no tolerará prácticas comerciales «injustas» contra trabajadores o industrias de Estados Unidos ni aventurismos en política exterior.
Joe Biden ha superado aquella imagen de líder aburrido, senil, epítome del establishment blanco que lo caracterizaba. Ha conseguido hacer un giro copernicano para liderar un cambio de paradigma que recupera la filosofía del Gran Gobierno como solución. Biden ha entendido que curar el alma de los Estados Unidos exige ir más allá de una presidencia previsible. Haciendo gala de una audacia que no se le suponía, está defendiendo un programa de grandes cambios estructurales avalado por una masiva inyección de dinero público, que ha presentado como una «inversión en la ciudadanía».
En su primer discurso ante el Congreso, a finales de abril, declaró que el ambicioso plan de reformas económicas y sociales que pensaba implementar, valorado en 1,8 billones de dólares en apoyos a las familias y la educación, y financiado subiendo los impuestos a las rentas más altas, «nos ayudará a reconstruir el país y competir con China y otros países del mundo». Era la confirmación del giro económico que la Casa Blanca se disponía a llevar a cabo para superar la pandemia, intentar corregir desigualdades históricas y competir abiertamente cara a cara con China.
El comportamiento reciente de la economía norteamericana juega a favor de Biden: ha crecido un 6,4% el primer trimestre de 2021. Los expertos consideran que es la demostración de que se acerca una expansión fuerte propulsada por la recuperación del consumo y el empleo. El banco de inversiones Goldman Sachs, en un informe prospectivo titulado «Anatomía de un boom», predice un crecimiento del 7% a lo largo de 2021, un ritmo sostenido que no se había visto en 30 años. Según algunos pronósticos, la economía de Estados Unidos podría volver el segundo trimestre a los niveles prepandemia. Sería como haber dado la vuelta al calcetín. Hace un año, la economía se contrajo profundamente. Durante el ejercicio de 2020 la economía se contrajo un 3,5%, y el paro subió en 14,8%, el mayor nivel desde la Segunda Guerra Mundial.
Biden ha entendido que curar el alma de los Estados Unidos exige ir más allá de una presidencia previsible Share on X