El Ayuntamiento de Barcelona ha emprendido un viaje para mejorar la crónica y pésima mala calidad del aire a expensas sólo de los ciudadanos y sin que medie acción positiva alguna por parte de la administración, cuando tiene en sus manos poderosos elementos para luchar contra la contaminación sin castigar tanto a la gente que vive y trabaja en Barcelona
La entrada en funcionamiento desde principios de año de la Zona de Bajas Emisiones ha comportado un castigo para aquellas personas que poseen los automóviles más viejos con independencia de que los utilicen mucho o poco, porque simplemente han prohibido su uso.
Al actuar así prescinden del principio fundamental en el que se basa la acción política para mejorar el medio ambiente: quien contamina paga. Este escenario todavía se complica más al entrar en vigor la ley 9/2019, de 23 de diciembre de la Generalitat de Cataluña y los nuevos impuestos sobre los vehículos. En este caso no se prohíbe la circulación, sino que se aplica un impuesto prescindiendo también del uso del vehículo y, por consiguiente, del impacto ambiental real que cada uno tiene.
En la norma de la Generalitat existen verdaderos monumentos al surrealismo como este: un Seat 600 de 1957 pagará más que un Ferrari de 670 caballos. El resultado es que habrá ciudadanos de Barcelona que pagarán a la Generalitat por un coche que no puede circular. Absurdo, ridículo, injusto.
Mientras, el Gobierno de Barcelona no actúa sobre los principales focos de contaminación, como son los taxis y los vehículos de reparto de mercancías. Este conjunto es responsable del 40 por ciento de la contaminación que sufre Barcelona, por consiguiente, una actuación sobre ellos tendría una eficacia notable. Impulsar que todos los vehículos de alquiler con conductor sean eléctricos o híbridos al igual que la flota de transporte urbano de mercancías implicaría por sí solo un cambio radical de la calidad ambiental. Pero nada se ha hecho.
Lo mismo puede decirse de la flota de autobuses. Todos podrían ser eléctricos en lugar de algunos, como ahora, y esta modificación también tendría un poderoso impacto dada la dimensión de combustible que consumen y la cantidad de horas de funcionamiento.
Los autobuses de Barcelona eléctricos tienen un coste muy inferior al proyecto del tranvía por la Diagonal y sus ventajas son evidentes. A pesar de ello, el Ayuntamiento de Ada Colau continúa empeñado en un proyecto que no sólo afectará gravemente a la principal arteria de la ciudad, sino que contribuirá a la congestión del tráfico y, por consiguiente, al aumento de la contaminación.
Hay más medidas inaplazables para la mejora de la atmósfera de Barcelona. Una de ellas es conseguir que cercanías funcione bien, como Madrid, y esto solo requiere inversión y diligencia en la realización. Ahora ya no hay excusa, porque Colau también gobierna en Madrid, es aliada imprescindible de Sánchez y tiene tanto poder que incluso ha conseguido un Ministerio para la persona que ella ha designado, el sociólogo Castells. Este poder ha de traducirse en ventajas para los ciudadanos.
Algo parecido puede decirse de las actuaciones para reducir el impacto ambiental de los grandes focos que requieren de la colaboración del Estado. Se trata del puerto de Barcelona y del Aeropuerto de El Prat. Son ejemplos concretos de lo que significa actuar de manera que no sea solo el ciudadano de a pie quien arrastre la pesada losa de mejorar el aire que respiramos. Pero si nadie lo remedia, la cosa no parece ir por ahí y las nuevas medidas que estudia el Ayuntamiento van a continuar cargando la mochila de quién vive y trabaja en la capital de Cataluña
Son líneas de actuación en estudio prohibir también la circulación de los vehículos con etiqueta amarilla, pagar por entrar en la ciudad, situar peajes dentro de la ciudad para desplazamientos interurbanos, y cobrar mucho más para aparcar en la calle. Al final vivir en Barcelona será un lujo al alcance solo de unos pocos.