¿Cuál es la agenda mediática del poder? Quien manda el relato, manda el país

Existe una agenda mediática gubernamental. No hace falta ser un lector de Kant para darse cuenta. Basta con observar las portadas de La Vanguardia y El País, las homilías de La Sexta y el corazón eclesiástico de la televisión pública. Todo forma parte de una misma sinfonía, tocada con la misma partitura y debajo de la misma batuta. Es la música del poder: la del relato que lo ordena todo, incluso lo que no funciona.

La agenda, bien observada, es un invento extraordinario: explica cómo pensar, desde Trump hasta Ayuso, desde la Iglesia hasta la guerra de Ucrania. No es censura: es selección, matiz, orientación. Y quien controla la orientación, controla el mundo.

Empecemos por fuera, que siempre parece más lejos.

En la prensa progresista, Donald Trump es el demonio que nunca acaba de ser derrotado. Se le retrata como un hombre hundido por su propio movimiento, “MAGA”, ahora convenientemente recalentado por el caso Epstein o por su sombra en Venezuela. Nada es demasiado antiguo ni demasiado anecdótico para no ser útil. Los partidos etiquetados como de “extrema derecha” o “populistas” reciben un tratamiento de enfermedad infecciosa: hay que estudiarlos, pero con guantes de látex, y sobre todo sin preguntarse por qué cada vez tienen más votos. Hacerlo sería, por supuesto, demasiado peligroso para el relato.

Gaza, tras los acuerdos de paz de Trump, ha vuelto a la cartelera como una tragedia perpetua. Ningún progreso es noticia, solo la desesperanza. El titular perfecto es aquel que combina “crisis”, “emergencia” y “ONU”. Cualquier otro matiz sería sospechoso de complicidad.

La guerra de Ucrania tiene su propia liturgia. Los ataques rusos son siempre una lluvia de misiles sobre escuelas y hospitales. Los muertos civiles, paradójicamente, nunca pasan de la docena. Rusia parece hacer una guerra estúpidamente ineficaz. En cambio, los bombardeos ucranianos, cuando se habla de ello, son precisos, quirúrgicos, llenos de mérito patriótico. La objetividad, en tiempo de relato, es un lujo que nadie puede permitirse.

Pero es en casa donde la agenda muestra su más refinada naturaleza.

El gran enemigo de la democracia española, según este catecismo, no es un gobierno que lleva tres años sin presupuestos, sino el peligro de que el Partido Popular —un partido que ya ha gobernado en varias ocasiones— pueda volver a hacerlo, esta vez con Vox como socio. La amenaza no es política: es teológica. Es el mal absoluto y, como tal, no necesita demostración empírica.

Mientras, Pedro Sánchez gobierna con las cuentas del 2022, aprobadas en otra legislatura y por otra mayoría. Ningún país europeo ha llegado tan lejos en la invención del presupuesto zombi. En cualquier democracia madura, esto habría provocado una moción de confianza o unas elecciones. Aquí provoca una tertulia. Cuando Mazón dimite en la Comunidad Valenciana, se piden elecciones inmediatas; cuando el gobierno central pierde el control del Parlamento, se pide calma institucional. Los argumentos son intercambiables según convenga.

Esa doble moral se ha convertido en virtud pública. En España, el fraude democrático no se esconde: se decora con infografías.

El otro protagonista de la agenda es ahora Isabel Díaz Ayuso, la bestia negra del progresismo. No hay semana sin titular, reportaje o diagnóstico psicológico sobre la presidenta madrileña. Su simple existencia parece ser un pecado original. No importa qué haga; lo que importa es que sea ella quien lo hace. Es la oposición convertida en serie de Netflix, con nueva temporada todos los lunes.

El tema clave del período, hasta que haya sentencia, son los reportajes donde periodistas y gente del mundo del derecho demuestren en el tribunal mediático, que el Fiscal General del Estado es de una inocencia serafinesca.

De la política pasamos a la policía. La Ertzaintza, la policía vasca, ha sido objeto de una campaña ejemplar de descrédito por haber indicado la nacionalidad de los delincuentes. Un dato objetivo que está censurado dar. ¿Pero no habíamos quedado en que este tipo de cosas eran propias del franquismo? El delito tiene causas metafísicas, nunca estadísticas. Y así, de paso, se borra otro hecho: que la delincuencia inmigrante es desproporcionadamente alta, según todas las cifras oficiales. Pero eso, por supuesto, no toca decirlo.

Cuando existe un caso de abusos sexual a menores cometido por un sacerdote, el tema merece tres páginas, reportajes, infografías y expertos en trauma. Si el mismo delito es cometido por cualquier otro —y esto ocurre en más del 99% de los casos—, el asunto se diluye entre deportes y meteorología, o la simple inexistencia- que es lo más frecuente, aunque son miles y miles los que se producen año tras año. La realidad es demasiado vulgar como para ocupar portada. La Iglesia, en cambio, sirve perfectamente como símbolo expiatorio: golpearla da sensación de progreso sin arriesgar nada.

Mientras, desde el Ministerio de la Presidencia, una fundación llamada Pluralismo y Convivencia intenta corregir la mala nueva: según sus datos, el catolicismo crece, especialmente entre los jóvenes. Pero la estadística dice lo contrario: el porcentaje de católicos se mantiene estable y, por tanto, se ha detenido la tendencia decreciente ocasionada por la demografía y la práctica semanal entre menores de 25 años se ha doblado casi en una década.

Y así llegamos a Nueva York, donde un nuevo profeta se ha encendido al firmamento progresista: Mamdani, el alcalde que, según El País, hará temblar al mundo. Ya tuvimos otros: la primera ministra de Finlandia, Sanna Marin, la de Nueva Zelanda, Jacinda Ardern, todas olvidadas como modas de verano. Mamdani es ahora la nueva esperanza roja. Slavoj Žižek le dedica columnas, como si fuera un santo laico. Le recomienda “métodos más radicales” cuando sea necesario. No dice cuáles.

Esta es, pues, la agenda mediática del poder. Un manual de instrucciones del pensamiento único vestido de pluralidad. Todo es opinable, siempre que sea en el guion. Los hechos incómodos se difuminan, las contradicciones se justifican y el relato sigue. La democracia, mientras, sobrevive en un rincón, pidiendo presupuesto y algo de coherencia.

Porque al final, como decía aquel, la mejor propaganda es la que no parece propaganda. Y en esto, el gobierno y sus medios han llegado a la perfección.

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