El mayor apagón de Europa y nadie es responsable, ni dimite, ni es cesado. Tiremos de ironía para consolarnos

Lo extraordinario no fue el colapso de la red —los sistemas modernos envejecen como los hombres maduros—, sino la coreografía posterior de nuestros gobernantes. El presidente Sánchez, hombre de gesto melodramático, tardó en pronunciar la primera sílaba: apareció al declinar el sol, con corbata iluminada por un generador portátil, y nos recordó con tono de profesor de autoescuela que “no se descarta ninguna hipótesis”. Ausencia de datos, océano de palabrería: hasta un bloque de mármol parecía transparente en comparación.

El Estado surge para repartir dividendos morales y se esfuma cuando la oscuridad le estropea la foto.

La versión oficial se remató con elegancia pastoril: los culpables eran los operadores privados, Red Eléctrica incluida —entidad que, excepto cuando conviene, es medio pública. El Estado surge para repartir dividendos morales y se esfuma cuando la oscuridad le estropea la foto. Se prometieron “todas las responsabilidades pertinentes” con la misma convicción con que uno promete dieta mediterránea en enero: gesto retórico, olvido asegurado.

La oposición, hasta entonces en modo siesta, vio la luna llena y aulló. El señor Feijóo acusó al Ejecutivo de rendirse a la energía renovable como un neófito sin manual de instrucciones. “Esto pasa cuando se cierra una nuclear”, clamó, y el eco avanzó por las redes como una bandada de estorninos. Almeida añadió que el presidente “sabe qué hay detrás” del apagón, enigmático como un notario que pierde las gafas.

Conviene detenerse en doña Beatriz Corredor, presidenta de Red Eléctrica y propietaria de un optimismo de alta tensión. Sus primeras palabras, cuarenta y ocho horas después del eclipse, fueron un “aquí no ha pasado nada” con acento ministerial. Aseguró que el sistema español es el más resiliente de Europa; afirmación notable, porque resiliencia es doblarse sin romperse y aquí se rompió la bombilla, la vitrocerámica y el semáforo. Para colmo, recordaron que su remuneración ronda el medio millón de euros; cifra que, al lado de mi café, goza de admirable estabilidad.

Las redes sociales, tabernas sin camarero, bautizaron a la señora Corredor como “enchufada”

Las redes sociales, tabernas sin camarero, bautizaron a la señora Corredor como “enchufada”, palabra nacional que sirve para explicar tanto la relación con el poder como el acto físico de conectarse a un enchufe, fuera de servicio, por supuesto. No faltaron peticiones de dimisión, arguyendo que siete fallecimientos indirectos exigen algún sacrificio.

Mientras la prensa pedía cifras, la señora presidenta ofrecía adjetivos: magnífico, robusto, ejemplar. Los periodistas, irritados como mosquitos en agosto, enumeraban frecuencias caídas, kilovatios evaporados, curvas que bailaban como serpientes. Pero los gráficos, nos dijeron, «aún se están consolidando». Para colmo, las eléctricas se declararon «víctimas de fuerza mayor», fórmula que salva expedientes y lleva la conversación a juzgados donde la luz nunca se apaga.

todo sistema necesita un abuelo diésel que lo saque de apuros.

Los ingenieros soltaron un «ya lo advertimos» digno de profeta cansado. Hablaron de la inercia de las turbinas, de la prudente necesidad de dejar algo de vapor en la caldera por si acaso. Pero en los PowerPoint ministeriales esos detalles huelen a sudor industrial y afean la épica renovable. Conclusión prosaica: todo sistema necesita un abuelo diésel que lo saque de apuros.

cuando el problema es serio se crea una comisión; cuando no se quiere resolver, dos.

El Gobierno osciló entre el aplauso tibio y el susurro táctico. La vicepresidenta Aagesen, nombre de saga islandesa, alabó el “trabajo extraordinario” de Red Eléctrica, pero evitó abrazarla para no contagiarse de la mala prensa. El Consejo de Seguridad Nacional abrió comisiones de investigación y Bruselas prometió un informe independiente. Ya se sabe: cuando el problema es serio se crea una comisión; cuando no se quiere resolver, dos.

Las nucleares, desconectadas “por seguridad”, volvieron a los titulares como parientes indeseados a los que solo se llama cuando se necesita dinero.

En la trastienda parlamentaria, Sumar propuso renacionalizar la red, idea que combina nostalgia de posguerra con la ilusión de que el cambio de titularidad altere las leyes de la física. Y la ministra para La Transición Ecológica y el Reto Demográfico (¡qué títulos tan creativos para los ministerios!) veterana de la cruzada descarbonizadora, fue acusada de apagar lo fósil sin prever que, en la noche más larga, el romanticismo fotovoltaico ilumina menos que una cerilla. Las nucleares, desconectadas “por seguridad”, volvieron a los titulares como parientes indeseados a los que solo se llama cuando se necesita dinero.

El impacto económico —millones en pérdidas, despachos en penumbra, mercancías arruinadas— hizo que los jefes de almacén descubrieran de pronto la poesía. Entre los ciudadanos creció la sensación de “caos absoluto”: nadie sabía si el metro resucitaría, si los cajeros despertarían o si habría que cenar bocadillo a la luz de una vela.

Hay que admitir que la ironía —como la electricidad estática— es inevitable. Que un Gobierno que presume de transición justa se quede sin luz; que una empresa que dice no fallar jamás capitule ante un chispazo; que la modernidad peninsular sucumba a un empalme mal vigilado… todo ello tiene perfume de zarzuela. Entre tanto, la explicación técnica serpentea por los pasillos: baja inercia rotacional, desconexión masiva, socorro luso. Palabras mayores para una ciudadanía que solo quiere saber si la nevera volverá a morir.

Uno sospecha que el informe definitivo se publicará un viernes de agosto, mientras el país sestea; que la mitad estará tachada por seguridad nacional y la otra mitad dirá “se recomienda reforzar los procedimientos”. Entretanto, la vida vuelve: los bares encienden la cafetera, los ascensores suben con pudor y los políticos recuperan la tensión usual de sus reproches.

somos extraordinariamente modernos hasta que alguien tropieza con el cable.

Y así, en esa clarividencia postapocalíptica que dura lo que tarda en volver el wifi, queda la lección que ningún informe recogerá: somos extraordinariamente modernos hasta que alguien tropieza con el cable. Entonces evocamos, con secreta nostalgia, la solidez del quinqué y el brasero. Quizá la resiliencia consista, al fin, en guardar velas en la despensa y sentido del humor en la cartera, por si el próximo apagón nos sorprende, otra vez, en mitad del café.

Se presume, eso sí, que la electricidad volvió pronto. Ay de nosotros si no hubiera sido así. Los estudios afirman que más de 48 horas en estas circunstancias y la aparente civilidad se hubiera convertido en el caos del “sálvese quien pueda”

Y atentos a la jugada que la causa sigue estando ahí, la conozcan y nos la oculten o estén en los cerros de Úbeda sobre ella. Por si acaso Kit de supervivencia y por poco que pueda dinero en mano en casa

Ah, y siga votando en plan hooligan, por la etiqueta y no por el gobernar bien. Terminaremos como The Walking Dead.

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