El instituto nacional de estadística de Italia (ISTAT) publicó el pasado 29 de marzo los datos demográficos para 2023, registrando que la tendencia a la baja de los nacimientos se mantiene.
Los indicadores italianos resultan aún más sobrecogedores que los ya muy malos de Francia, ya que el país de la bota registró el menor número de nacimientos desde, nada menos, su unificación en 1861. Entonces Italia tenía aproximadamente una tercera parte de la población actual.
La tasa de fertilidad cayó hasta el 1,2 el año pasado, situándose a las puertas del record histórico absoluto, registrado en 1995 con 1,19 hijos por mujer. Datos que posicionan a Italia como el tercer país europeo con menos hijos por mujer, sólo por detrás de España y Malta.
Otro dato interesante aportado por el ISTAT es que el 13,3% de los hijos nacieron de padres extranjeros, un porcentaje en ligero retroceso desde hace diez años (15%).
Los malos datos suponen un jarrón de agua fría sobre la primera ministra Giorgia Meloni, ella misma madre de un hijo único y que había prometido que su gobierno haría todo lo posible para que las mujeres italianas tuvieran más hijos. Como ella misma lo justificaba: «por la simple razón de que queremos que Italia vuelva a tener futuro».
El parlamento italiano aprobó en 2022 (antes de que Meloni llegara al poder en octubre del mismo año) la conocida como “ Family Act ”, una ley integral que buscaba relanzar la natalidad y también mejorar la calidad de vida de las familias italianas. Desde que llegó a la presidencia del Consejo de Ministros, Meloni ha profundizado aún más en el camino pronatalista.
Los expertos coinciden -como es, por otra parte, de sentido común- en que las tendencias demográficas de Italia solo podrán cambiarse a largo plazo. ¿Pero, qué políticas se necesitan verdaderamente para conseguirlo?
¿Medios económicos o cuestión cultural?
Resulta interesante que están apareciendo voces que admiten que las razones que impulsan a las mujeres europeas a no tener hijos son principalmente culturales, y no económicas.
Un postulado que no equivale a decir que los costes económicos de fundar una familia no supongan un grave obstáculo para numerosas parejas jóvenes. Pero sí que hasta que no se consiga volver a situar el ideal de la familia con hijos como un modelo deseable, todas las políticas natalistas que se basen en incentivos fiscales, subsidios y permisos obtendrán resultados marginales.
Así lo dejaba bien claro John Burn-Murdoch, un joven periodista del Financial Times especializado en el tratamiento de datos y que ha presentado estudios muy interesantes por su metodología y por la osadía de sus resultados, a veces a contracorriente de la cultura liberal- progresista dominante en ese medio.
Como Burn-Murdoch afirma: «los incentivos financieros resultan derrotados por tendencias sociales mucho más fuertes». ¿Cuáles son según ese investigador?
En primer lugar, que en las economías del primer mundo existe la idea de que para que los hijos tengan éxito en la vida, es necesario invertir tiempo y esfuerzos en cantidades ingentes. El caso de Corea del Sur entra particularmente bien en esta forma de razonar que, en los países anglosajones, se conoce como “helicopter-parenting ”.
En segundo lugar, y más importante que el primero, el hecho de que los objetivos vitales y grandes prioridades han cambiado. En 1993, un 61% de los estadounidenses afirmaba que tener hijos era importante para una vida exitosa, mientras que actualmente este porcentaje ha caído en picado hasta el 26%.
En tercer lugar, y finalmente, encontramos que en Occidente cada vez menos jóvenes viven en pareja. Esto explicaría según Burn-Murdoch que el mayor descenso de la natalidad se produce, no porque las parejas tengan dos hijos en vez de tres, sino porque cada vez hay más mujeres que no quieren tener ninguno.
Si vamos un paso más allá de los argumentos del periodista británico sobre la crisis de la natalidad, no cuesta encontrar la sustitución de nuestra cultura por un marco ideológico y social donde sólo importa el individuo, su deseo y sus emociones.