España, y Cataluña no es una excepción, ha vivido hace poco tiempo una catástrofe extraordinaria por lo que significa de pérdida de vidas humanas, la mayor desde la Guerra Civil que acabó en 1939. Se trata de la pandemia de la cóvid-19 que castigó duramente en el 2020, pero que si bien con menor intensidad, prolongó su mortalidad al año siguiente e incluso, si bien ya muy disminuida, hasta el 2022.
Pese a la dimensión de este daño, lo que institucionalmente se ha hecho ha sido enterrarlo en el fondo del cajón, no hablar más. No indagar por qué se produjeron tantas muertes ni qué aspectos fallaron y debían mejorarse, si teníamos o no la legislación adecuada, si por ello vulneraron sistemáticamente los derechos de los ciudadanos, si se han corregido los problemas, qué ha pasado con las secuelas de la covid y así una larga lista de cuestiones. También, y no es un tema menor, qué responsabilidades políticas y penales hubo en todo esto, porque, cabe subrayar, que la fiscalía general del estado fue extraordinariamente diligente para evitar toda responsabilidad de la clase política.
Constatemos la magnitud de la tragedia:
La forma de determinar las muertes no es un tema menor. La que utiliza el gobierno es el de las muertes registradas, que también se denominan, según el país «muertes confirmadas». Son las que poseen una dimensión oficial. Pero todos los estudios determinan que esta forma de proceder subestima de forma extraordinaria las muertes causadas por la pandemia. De ahí que se utilice en paralelo un segundo indicador que es el del exceso de muertes y que consiste en una estimación de los investigadores de cómo se desvía el número de defunciones en relación con las muertes esperadas en un año típico. Esta segunda visión da una comprensión más completa del impacto general de la pandemia.
En España las muertes oficiales se aproximaron a las 100.000, si bien los datos sobre exceso de mortalidad hasta diciembre de 2022 se situaron entre 113.000 y 122.000. Esta cifra equivale a una muerte en cada manzana de la ciudad de Barcelona.
En el contexto europeo, España no quedó bien parada y éste es otro hecho más exigente aún, la condición de rendir cuentas. Por cada 100.000 habitantes, en España murieron 190. Es una cifra muy alta y se considera que EEUU presenta la misma, pese a la falta de medidas que aplicó y la tardanza en hacerlas efectivas.
Sólo nos supera en el ámbito occidental, Italia con 210, algo lógico porque hay que recordar que pagó la desgracia de ser el primer foco de infección de Europa y, por tanto, su desconocimiento e incertidumbre era mucho mayor. Mientras que cuando el problema empezó a tomar dimensión en nuestro país, ya teníamos una visión anticipada de los acontecimientos mirando lo que ocurría en Italia.
Reino Unido, que también tardó en adoptar medidas porque el primer ministro Johnson se resistía, alcanzó una cifra menor de muertos que la española, 160. Portugal, que no tiene un sistema sanitario al nivel del español, se situó por debajo también, 180.
Y a partir de ahí todos los registros europeos occidentales son mucho menores. Francia 110, Alemania 50, Países Bajos 110, Suecia 90, Suiza 100 e incluso Grecia tuvo menos de la mitad de víctimas mortales que España, sólo 70 pese a la debilidad de su sistema sanitario. Unos resultados que son explicados porque en ese país todavía la gente mayor mayoritariamente en lugar de vivir en residencias vive con sus familias, y este hecho preservó sus vidas. Porque, recordémoslo, donde se produjo la gran mortalidad fue entre las personas mayores sobre todo la que vivía en residencias y las medidas adoptadas por las administraciones públicas, sobre todo en Barcelona y Madrid, de no dedicar la misma atención a las personas de edad que a las más jóvenes. Es decir, a realizar un triaje, que está documentado, de quién vivía y quién no. Y esto se hizo con perfecto conocimiento de entonces ministros de Sanidad, Salvador Illa. También se produjeron fenómenos insólitos como el hecho de que hubiera UCIS saturadas que no pudieran admitir a más enfermos, caso de Catalunya, mientras que otras comunidades autónomas tenían plazas sin cubrir. En Francia, para evitar estos desequilibrios, se pusieron en marcha trenes medicalizados que transportaban a enfermos graves de un hospital a otro.
En definitiva, a pesar de la dimensión del desastre no se ha constituido comisión independiente para estudiar las causas. No ha habido una comisión parlamentaria de investigación, ni un Libro Blanco para examinar lo ocurrido. Sólo el olvido interesado culpable, cómplice y cero responsabilidades públicas. Es una herida abierta en nuestra historia común, la peor desde 1939.
Vamos mal cuando los gobiernos y la propia sociedad en lugar de afrontar la herida y curarla, huyen de ella.