El mandato de Colau se caracterizó por su enconada voluntad de cancelar en todo lo posible las tradiciones de la ciudad, sobre todo aquellas que tienen una mayor vinculación con el hecho cristiano, que son la inmensa mayoría dada nuestra historia. Un caso superlativo fue cuando Colau excluyó de la programación de las fiestas de la ciudad la celebración de la Misa de la Mercè, que es precisamente el origen y centro de la gran fiesta mayor de Barcelona.
Obrando así se producían anomalías como la de mencionar en la programación el desfile de autoridades, que era precisamente el cortejo que se hacía a la salida de la misa hacia el Ayuntamiento. Pero, claro, no había misa. O bien la mención de los actos festivos después del oficio, cuando éste había desaparecido del programa. Su manía era tal que, por un lado, como es lógico, quería participar en el paseo desde la Basílica de la Mercè al Ayuntamiento y entonces lo que hacía era esperar a la puerta de la Basílica a que se acabara la celebración.
Los «no-pesebres» de Colau han marcado una época en la plaza de Sant Jaume. Así como los encontronazos con cuestiones cristianas. Felicitaba el ramadán a los musulmanes, el año nuevo a los chinos, pero nunca celebró con sus conciudadanos la Navidad con una frase adecuada.
Con la llegada de Collboni parecía que todo esto había pasado a mejor época, pero ha sido un reflejo. Para empezar, el pesebre de la plaza de Sant Jaume vuelve a ser un producto costoso, polémico y de mal gusto. A caballo entre una obra naïf y el kitsch.
Tan fácil como sería la realización de un gran pesebre clásico, asumiendo así una larga y viva tradición de Barcelona con asociaciones, artesanos, artistas y comerciantes con vigorosos mercados de figuritas del pesebre. Tenemos sitios para hacer música clásica, incluso teatro, una Filmoteca para recuperar cine clásico, pero, el pesebre debe ser siempre un producto irreconocible o de dudoso gusto, y eso sí, a buen precio.
Pero allí donde el Ayuntamiento demuestra que es un continuismo de Colau radica en los cambios de nombre de calles, acordados por la comisión del nomenclátor. Si la ciudad no lo impide, calles con nombres históricos de hace más de 150 años serán cambiados por personas desconocidas. La calle de Sant Rafael en el Raval, y en Gràcia las calles de Santa Magdalena, Santa Àgata y Santa Rosa desaparecerán, aunque alguno de ellos lleva ese nombre desde 1830 y están arraigados a la tradición y el conocimiento de los barceloneses. St. Rafael pasará a llamarse de Maria Casas Mira que nadie sabe quién es y al que el Ayuntamiento le añade la etiqueta de «activista». El de Santa Magdalena será dedicado a Madalena E. Blanch, Santa Ágata sustituido por Àgata Badia y Puig-Rodon y Rosa por Rosa Puig-rodon Pla. Se trata, en definitiva, de eliminar toda referencia que tenga una brizna de religión cristiana en Barcelona.
Collboni demuestra una vez más, como ocurre en otros ámbitos, que no es más que un sucedáneo, de ademán más neocapitalista, de Ada Colau. Pero en su urbanismo y su concepción de la ciudad, incluidas las tradiciones, está prisionero de ese período desdichado y de su autora.