La extrema derecha es un peligro, pero la extrema izquierda ¿no? El caso de Francia

Durante toda la campaña electoral francesa los medios no se han cansado de decirnos y repetirnos los peligros que suponían las candidaturas de Marine Le Pen y, aún más, Eric Zemmour, catalogadas desde el principio como de extrema derecha.

En Francia habría una extrema derecha que propone un programa político muy peligroso y que además gana votantes con cada elección. Extrañamente, lo mismo no sucede con la extrema izquierda, a pesar de tener ideas tanto o más extremistas y de ganar también votos con cada nueva elección.

El caso de Jean-Luc Mélenchon es un ejemplo inmejorable de este fenómeno.

Ya de entrada, sorprende que un candidato que ni siquiera llegó a la segunda vuelta de las elecciones presidenciales esté teniendo más peso mediático en el país vecino que Marine Le Pen, a pesar de que ésta recibió el 41% de los votos en la segunda vuelta. Es como si se prefiriera a Mélenchon que a Le Pen como opositor a Emmanuel Macron.

A pocas semanas de las elecciones que fijarán la composición del poder legislativo francés, Mélenchon ha logrado presentarse como candidato a primer ministro (cargo que en Francia escoge el parlamento, a diferencia del presidente, elegido por sufragio universal directo), a pesar de que estadísticamente tiene pocas posibilidades de aspirar a esta función.

Lo que nos ocupa aquí no son las encuestas sino el aura de “opositor preferido” del que Mélenchon disfruta, pese a defender ideas que a menudo sobrepasan en radicalidad las de Marine Le Pen. Veamos algunos ejemplos.

De entrada, Mélenchon disfruta del lujo de decidir cómo los medios pueden hablar de él y cómo no. Después de que declarara que su candidatura no era de extrema izquierda, sino «simplemente de izquierdas», relata el jefe de la sección de opinión de Le Figaro , Guillaume Perrault, la mayor parte de los medios se han acomodado rápidamente a su preferencia.

Curiosamente, de nada han servido los constantes esfuerzos de Le Pen y Zemmour por deshacerse del pesado calificativo “extrema derecha” con el que se les sigue asociando.

Entrando en materia de programas electorales, Mélenchon es un candidato aceptable a pesar de proponer la virtual sovietización de la economía francesa para un módico déficit anual del 10,7% (que se compensaría supuestamente con “impuestos a los ricos”).

Mélenchon propone también desobedecer a los tratados europeos y salir de la Unión Europea si ésta no se aviene a renegociarlos, una posición mucho más radical que la de Marine Le Pen en la materia pero que le han valido muy pocas críticas.

Su programa también contiene medidas torpemente populistas como la de rebajar la edad de jubilación a los 60 años, a pesar de que todos los indicadores económicos y demográficos apuntan en dirección opuesta.

En materia de inmigración,  la apuesta de Mélenchon es conocida: “creolizar” a la sociedad francesa y hacer que los franceses “blancos” se fundan en una demografía multicultural (lo inverosímil teniendo en cuenta el escaso número de matrimonios “mixtos”).

Es por eso que propone facilitar la inmigración, y predice una entrada masiva de millones de inmigrantes que, a su juicio, el cambio climático hará inevitable, y que por tanto habrá que acoger. ¿Con qué recursos, financieros y morales? es un misterio.

Junto a Mélenchon, las propuestas de Le Pen y Zemmour para limitar la inmigración parecen propias de un tecnócrata de Bruselas.

Mélenchon también propone legalizar la marihuana (una obsesión de los actuales progresistas, desde el primer ministro canadiense Justin Trudeau hasta las izquierdas españolas) a pesar de que se ha demostrado ampliamente sus efectos negativos en la salud.

En definitiva, queda claro que la mayoría de medios no utiliza la misma balanza para medir la extrema derecha y la extrema izquierda. De hecho, hay una extraordinariamente sensibilidad por el primer caso y  muy poca por el segundo.

O dicho de otra forma, las ideas conservadoras en ámbitos como la religión católica, la inmigración, el aborto o la identidad nacional, por más de sentido común que sean, son en el mejor de los casos sospechosas.

Sólo hay que ver cómo los medios han abordado el caso del Tribunal Supremo de Estados Unidos y el aborto, la hipocresía en materia de religión del presidente de la Generalitat de Catalunya, o la escasísima cobertura mediática de las recientes revueltas en Suecia para darse cuenta.

Alguien que se atreva a decir que el aborto no es un derecho fundamental o que en Europa hay demasiados inmigrantes que no se integran es sistemáticamente tildado de ultracatólico, de supremacista o directamente de fascista.

En cambio, las ideas progresistas sobre estos mismos temas, por extremistas que sean, no están sujetas a ningún tipo de descalificación.

Esta escandalosa doble vara de medir que se extiende sin cesar en nuestras sociedades occidentales constituye un peligro para el estado de derecho y para la democracia.

Condiciona y apremia cada vez más el debate público en la visión progresista dominante, basada en el marxismo cultural y canalizada a través del progresismo “woke” y del multiculturalismo. Excluye a una parte creciente de los electores, que se ven relegados a la categoría de persona non grata. Y contribuye a la radicalización ante la creciente falta de inclusividad de las instituciones públicas.

Lo que nos ocupa aquí no son las encuestas sino el aura de opositor preferido de la que Mélenchon disfruta, pese a defender ideas que a menudo sobrepasan en radicalidad las de Marine Le Pen Share on X

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