La Covid pesa como una losa sobre la recuperación de la ciudad. En esto influyen circunstancias diversas. Una es que Cataluña, pese a los malos resultados obtenidos, ha sido una de las autonomías más restrictivas en la aplicación de medidas anticovid. La otra es la base económica de la ciudad, muy dependiente del turismo internacional. Pero existe una tercera que es importante y radica en el tipo de políticas que el Ayuntamiento lleva a cabo. Por un lado, se gasta varios millones para hacer campañas que reactivarán el comercio, pero por otro lo estrangula a través de su política urbanística y de movilidad.
El primero, el uso de la bicicleta, incluido el fuerte gasto que pagamos todos a favor del Bicing, pero sobre todo querer impedir la circulación de coches haciéndoles la vida imposible en nombre de las supermanzanas, tiene como resultado un doble efecto negativo. Por una parte, el empeoramiento de la circulación genera unos costes adicionales sobre los ciudadanos, en forma de pérdida de tiempo de trabajo y de mayor consumo de combustible. Ésta es la razón principal por la que Barcelona después de la gestión “ecologista de Colau” tiene peores niveles de contaminación atmosférica que al inicio de su mandato. Y esto es francamente escandaloso.
El otro problema es que estas dificultades debilitan la centralidad del espacio central de Barcelona y disuaden cada vez más a acceder. Y si este espacio central pierde su atractivo, puesto que es el motor económico de la ciudad es evidente que la reanudación se hace mucho más difícil.
Es el problema de actuar prescindiendo de la realidad porque ésta es tozuda. Dos datos permiten señalarlo. El primero es que el transporte público no se ha recuperado todavía, aunque ha pasado más de un año desde el final de la primera ola. Ahora está situado en el 70% de los usuarios que tenía antes de la covid. Esto significa que una tercera parte, o bien se ve obligada a utilizar el coche o, sencillamente, y ese es el peligro, ya no viene a Barcelona. La variante Ómicron ha contribuido a esta ralentización de la recuperación del transporte público.
El otro es la realidad del parque de vehículos que tenemos y que tendremos. Los datos de las patronales de los coches de ocasión Faconauto y Gramban, señalan que en 2021 por cada coche nuevo que se vendió, 2,3 fueron de ocasión. Que el 60% tenía más de 10 años y dentro de este grupo más de la mitad tenía más de 15 años, y sólo el 34% tenía entre 5 y 8 años. Además, el 59% eran diésel, los más contaminantes, un 36% de gasolina y sólo un 5% de otros combustibles. Los eléctricos y los híbridos representaron sólo el 1,2%. Esto significa que el parque de Barcelona se renueva sobre todo con coches viejos de más de 10 años que, en su gran mayoría, son diésel. Por este lado no hay, por tanto, un proceso de mejora.
Naturalmente, la respuesta a esta cuestión no está sólo en manos del Ayuntamiento, pero esto no le excusa de tener una política bien definida de carácter municipal y unas demandas concretas en relación con la Generalitat y el gobierno español para abordar esta cuestión: la renovación del parque automovilístico no se está realizando mayoritariamente con coches menos contaminantes.
Si esta es la característica y el transporte público, por un lado, flaquea, y por otro es insuficiente para cubrir las necesidades de la gente, si la gran solución de Colau es meter por en medio el tranvía que todavía complicará más la circulación en Barcelona, nos encontramos ante un lío formidable que, además de fastidiar la vida cotidiana del ciudadano, tendrá una consecuencia económica grave a corto, medio y largo plazo.
Es necesario que Barcelona tenga una buena política para reducir la contaminación, que no ha conseguido Ada Colau, para mejorar la vida ciudadana en el espacio público, pero todo esto debe hacerse de forma inteligente, ordenada e integrando en el problema la realidad, porque si no, en lugar de transformarla para su mejora, sólo se logra su empeoramiento.