El domingo pasado en un extenso reportaje en La Vanguardia con el título «El suicidio demográfico de Europa«, se explicaba que de aquí al 2050 la Unión Europea necesitará 60 millones de inmigrantes. Pues bien, si la baja demografía es el suicidio de Europa, Cataluña y España encabezan triunfalmente la marcha hacia el precipicio, y lo hacen además por una doble razón. Primero, porque su tasa de fecundidad (el número de hijos por mujer en edad de dar a luz) es de las más bajas, no ya de Europa, sino del mundo, y después porque es el país de Europa que dedica menos ayudas a la familia y a los hijos.
Esta carencia se hace patente de forma espectacular en los dos proyectos de futuro oficiales que se han puesto sobre la mesa. Uno, catalán, que son las propuestas del grupo Cataluña 2022 que fueron presentadas por la Generalitat, y otro el muy ambicioso Plan de Recuperación, Resilencia y Transformación 2050, presentado por Sánchez.
En el proyecto catalán no hay ninguna referencia a políticas familiares relacionadas con la descendencia, lo ignora completamente. Hay pocas referencias a la familia, pero que son de aspectos muy colaterales y que en todo caso no expresan ninguna política concreta. Menos acentuado, porque es mucho más extenso el texto, pero algo parecido sucede con el plan español en el que sí que hay una medida concreta relacionada con la compensación a través de las pensiones de la maternidad, pero sin establecer, a diferencia de otros proyectos, el coste.
Por otra parte las políticas familiares que se apuntan tienen más que ver con proyectos específicos, como la perspectiva de género o las familias monoparentales, que con el problema de que la gente no tiene hijos o tiene muy pocos, o los tiene muy tarde, con un añadido que, a menudo, cuando tienen este emparejamiento se rompe pronto y, por tanto, un porcentaje importante de estos menores se encuentran viviendo en familias desestructuradas, monoparentales, con las consecuencias que ello conlleva para su pleno desarrollo. Este problema es más acentuado en Cataluña, donde casi la mitad de los hijos han nacido fuera del matrimonio, o bien de madres solteras o más mayoritariamente de parejas de hecho, que estadísticamente tienen escasa duración con una media inferior a los 5 años. La imagen de todo es que no sólo hay poca descendencia, sino que parte de la que hay la hacemos crecer en condiciones desfavorables para su desarrollo educativo.
La población española en cuanto a nacimientos es claramente decreciente y de manera acelerada. Si en 2010 nacieron en España 486.575 personas, en 2020 fueron 339.206. Es decir, 140.000 menos, prácticamente un 25%. Esto hace que desde el 2015 la diferencia entre nacimientos y mortalidad sea negativa, con un fuerte impacto en 2020, cuando murieron 153.167 personas por efectos de la pandemia, el triple que el año anterior. Pero es muy difícil que se pueda estimular la decisión de tener hijos si todo juega en contra.
La famosa brecha salarial entre hombres y mujeres es en realidad una brecha maternal, porque a lo largo de la vida laboral no es que las mujeres cobren menos que los hombres que realizan tareas equivalentes, sino que es a partir de la maternidad y cuando se reincorporan cuando se produce el lógico desfase. Muy recientemente un estudio realizado en España por la Agencia para la Calidad del Sistema Universitario de Cataluña en colaboración con el Instituto Catalán de las Mujeres, demostró que las universitarias a los 3 y 10 años de haberse licenciado no presentaban diferencias salariales con los hombres, y que éstas aumentan 20 años después de graduarse, es decir, con posterioridad a la maternidad. A pesar de este hecho evidente, los poderes públicos, las élites culturales y económicas siempre hablan de la brecha de género como si hubiera discriminación entre hombre y mujer, cuando en realidad es una discriminación contra la madre, que tendría una buena respuesta en las políticas que permitieran compensar este desfase de la maternidad. Pero no están. No están ni se esperan. Y este es un agujero de efectos terribles.
Pero, aún funciona un segundo factor perpetuado poderosamente sobre la gente joven. En el V Foro Stop Suicidio demográfico, organizado por la Asociación de Familias numerosas de Madrid, con datos de la Fundación por el Renacimiento Demográfico, se afirmó que el 40% de los jóvenes no están dispuestos a tener hijos, es decir, hay una cultura absolutamente adversa a la maternidad. Este hecho se hace patente por ejemplo en el tipo de educación sexual que se imparte en las escuelas, en las que el embarazo es tratado como una enfermedad de transmisión sexual, su única significación radica en evitar que se produzca. Es evidente que el adolescente educado con este juicio difícilmente puede ver en la maternidad una fuente de realización personal.
Por razones poco comprensibles desde el pensamiento ilustrado, el progresismo de nuestro país tiene una fuerte vertiente antifamilia y antinatalitat, y este mal social lo sufre también de una manera descarada el mismo independentismo, cuando precisamente debería promover lo contrario, y no por una medida chovinista, sino de propia supervivencia de la comunidad nacional que quiere defender, como hacen países como Francia o Suecia, por citar dos, que vierten más recursos a facilitar que las parejas puedan tener hijos con la mayor facilidad posible.