Resulta difícil, muy difícil, poder encajar los dolorosos efectos, tanto personales como sociales y económicos, que está produciendo la pandemia del Covid-19: las muertes dolorosas de muchos seres queridos agravadas por la soledad y sin el acompañamiento de su familia; la incertidumbre que acompaña a los miles de personas contagiadas, que se cuentan ya por miles en nuestro país y por millones en el mundo; la sensación de miedo que se percibe en una buena parte de la sociedad; el inmenso número de trabajadores que cada día engrosan las listas del paro; y un largo etcétera. Pero hay un dato que sin ninguna duda coloca de inmediato a un país y a una cultura la etiqueta de sociedad fracasada: las cifras de muertes de personas mayores, sobre todo en residencias de la tercera edad. No hay cifras oficiales, pero los medios de comunicación nos hablan de más de un 50 por ciento de los fallecidos.
Estremecen las cifras, pero al mismo tiempo nos interpelan. ¿Qué hemos hecho o estamos haciendo mal para que esto esté sucediendo? ¿Habremos olvidado estilos de vida sobre el cuidado de nuestros padres que tradicionalmente eran contemplados como sagrados? ¿O tal vez, la indiferencia hacia ellos forme parte connatural de la cultura dominante tan impregnada de un radical individualismo?
La cultura actual es heredera del movimiento histórico conocido con el nombre de modernidad. Movimiento que nació con el lema de “libertad, igualdad y fraternidad” y se construyó sobre tres pilares fundamentales: el descubrimiento de la autonomía del sujeto, la lucha por conquistar la libertad, y la exclusión de la dimensión religiosa de la vida pública, contemplada como un vestigio arcaico del pasado. Y con ese bagaje, los hombres se lanzaron a la conquista del progreso. Pero he aquí que en esa larga y ardua tarea de varios siglos, la fraternidad se fue perdiendo por el camino, la autonomía personal, social, política que reclama libertad –algo bueno y deseado- se ha transformado en un individualismo egoísta donde solo impera el “sálvese el que pueda”, y la igualdad atiende simplemente al “tanto tienes tanto vales”.
Esta cultura nuestra, postmoderna y triunfante, ha olvidado sus deberes hacia los sectores más desfavorecidos de la sociedad entre los que se encuentran nuestros mayores, y ha fomentado lo que muchos ya califican como cultura de la exclusión y del descarte. Una cultura que fiel a sus postulados heredados ha promovido un laicismo excluyente en amplias capas sociales que, con gran ceguera intelectual y social, desestima la dimensión religiosa de la persona y como consecuencia elimina la principal fuente constructora de solidaridad hacia los más necesitados. Entre otras razones porque ello forma parte esencial de su ADN.
La pandemia, bien por negligencia, bien por mala gestión de las instituciones -reconociendo, eso sí, el trabajo generoso y hasta heroico de la mayoría del personal de las residencias- nos está ofreciendo un cuadro tan desolador y deshumanizante que obliga a preguntar si el gran progreso tecnológico y material del que presumimos merece la pena sin el compromiso ético personal, social y político de trabajar “para asegurar a todos una digna calidad de vida” (Preámbulo de la Constitución Española). Y en este todo está incluido a quienes más deberíamos cuidar en nuestras vidas: nuestros progenitores, que en este caso representan a una generación que vivió el dislate de la Guerra Civil, padeció el hambre de la postguerra, y trabajó denodadamente para dejarnos la sociedad más próspera de nuestra historia contemporánea.
Hay un dato que sin ninguna duda coloca de inmediato a un país y a una cultura la etiqueta de sociedad fracasada: las cifras de muertes de personas mayores, sobre todo en residencias de la tercera edad Share on X