Para entender la magnitud del desencaje entre la política y la realidad es necesario empezar por una cifra: 214.000 viviendas. Es el número que Salvador Illa ha prometido levantar en Cataluña antes del 2030. De estos, casi la mitad -unos 100.000 pisos- serían de protección oficial destinados a alquiler asequible.
La promesa, hecha solemnemente en el Parlament, suena a misión de país: movilizar suelo, activar el sector y rescatar a la generación perdida del alquiler. También es un relato de esperanza, una visión de gobierno que quiere reconciliar política y vida cotidiana.
Pero tras el discurso hay otra cifra, fría, obstinada: 13.210 viviendas. Son las que Cataluña terminó en el 2024.
Y esta es la media real: entre 13.000 y 15.000 pisos anuales en la última década.
Si la aritmética tiene alguna autoridad moral, las grúas de Illa deberían triplicar su velocidad y mantenerla durante seis años consecutivos.
No hay suelo, ni financiación, ni mano de obra suficiente. Ni siquiera un plan territorial capaz de coordinar esa hazaña.
Esto no es una hoja de ruta. Es un vuelo de palomas.
La política del hormigón
El programa de Illa se articula en cinco fases —planeamiento, diseño, ejecución, seguimiento y entrega— con el horizonte de 2030 como meta simbólica. El lenguaje es técnico; la intención, grandilocuente.
Pero la economía del suelo no obedece a los discursos. El país construye lo que puede, no lo que quiere. La última década ha dejado una constante: un déficit anual de más de 10.000 viviendas, y solo 1.200 de protección oficial por año.
Cataluña ha construido en diez años menos vivienda protegida de lo que el plan Illa promete en dos. El contraste es tan abismal que roza la ficción: como si una comunidad con las manos llenas de arena quisiera levantar una catedral.
Una aritmética imposible
Para alcanzar la cifra prometida, el país debería completar más de 30.000 viviendas anuales hasta 2030. Esto equivale a revivir el ritmo frenético de 2007, pero sin la inyección de crédito barato ni la burbuja inmobiliaria que entonces lo sostenía.
Sin una movilización extraordinaria de suelo público, una reforma estructural del planeamiento y una inversión pública masiva, el plan Illa es solo una ecuación sin solución.
El problema no solo es de cifras, sino de arquitectura mental. Se improvisa sobre el litoral, se levantan promociones allá donde hay suelo disponible, no allá donde el país las necesita. El resultado es una expansión desordenada, centrífuga, sin visión territorial.
El país que no se piensa
El drama de la vivienda es también el drama de la planificación. Si el reto fuera asumido con ambición integral -no como proyecto de construcción, sino como proyecto de país- podría dar lugar a una reordenación histórica del territorio: descongestionar Barcelona y el litoral, repoblar el interior, crear nuevas áreas urbanas sostenibles conectadas con infraestructuras, servicios y economía.
Esto sería pensar como Prat de la Riba, como Pujol: tener Cataluña entera en la cabeza. Pero esa dimensión hoy no existe. El gobierno habla de vivienda, pero no habla de país.
Sin una mirada que integre la demografía, la movilidad y el suelo, la política de la vivienda es solo una política de gestos.
Del vuelo de palomas al vuelo gallináceo
El contraste es cruel y elocuente. El vuelo de palomas de la promesa —214.000 viviendas, una nueva Cataluña de clase media reconstruida— acaba convirtiéndose, sobre el terreno, en un vuelo gallináceo: corto, precipitado, sin horizonte.
Cataluña no sufre solo una emergencia de vivienda; sufre una emergencia de proyecto nacional. Un país que supo imaginar su propia modernidad —de la Mancomunidad al 92— hoy es incapaz de imaginar dónde y cómo quiere vivir.
Illa ha puesto la cifra. Pero no ha puesto el mapa. Y sin mapa, ni palomas ni gallinas: solo suelo, cemento y una promesa que se hunde antes de tocar techo.
Salvador Illa promete 214.000 viviendas antes de 2030. Cataluña construye 13.000 al año. La diferencia entre el sueño y el cemento #Vivienda #Catalunya #SalvadorIlla Compartir en X