La guerra siempre es una opción deplorable, sea cual sea la motivación que la provoque, pero algunas veces se impone como algo sobrevenido, y ya no podemos hablar de opción, ni de elección posible. Hay otra zona gris, donde los que aún pueden elegir se ven obligados a tomar decisiones difíciles.

Una guerra de invasión solo tiene dos posibles respuestas, combatirla como un caso de defensa propia a escala social, o dejarse invadir, quedando el país en manos del enemigo.

La primera opción tiene el riesgo de morir y matar en el intento, se gane o se pierda, la segunda, depende de lo civilizado del ocupante, que si ha optado por una agresión militar se le presupone poca civilización, y parece más lógica y razonable la primera, si se quiere salvar la libertad y, probablemente, la vida. En algunos casos, no faltará quien prefiera morir a enfrentarse violentamente al enemigo, que no deja de ser un hermano, y es una actitud admirable, pero no generalizable.

No es generalizable porque el ser humano tiene un sentido social que le lleva a defender a los más débiles, y en un caso de agresión, los fuertes deben proteger a los débiles. Los padres lucharán por sus hijos pequeños, los jóvenes lucharán por sus padres mayores, los más capaces defenderán a los incapaces y los valientes protegerán a los cobardes. Eso también es humanidad y requiere generosidad y valor. Esa es la parte admirable de un ejército, sea ante una amenaza militar o ante un desastre natural.

Los que prefieren morir a enfrentarse a un hermano también están luchando, aunque con otras armas, porque el verdadero enemigo es el miedo a la muerte, y ellos le plantan cara con mucho valor. Es otra manera de proteger a los débiles (amigos y enemigos), demostrarles que hay valores más importantes que la propia vida, incluso que la propia guerra.

¿Qué debe hacer un país fuerte cuando es agredido un país débil? Esa es la zona gris que nos hace sentir tan incómodos, porque ahí estamos la mayoría.

El deber de socorro ha de ser prioritario, porque la humanidad es una sociedad que trasciende las fronteras y los sufrimientos de otros pueblos no nos pueden ser ajenos. Una vez tomada esa decisión hay que elegir los medios. La complejidad de la sociedad contemporánea permite contar con recursos diplomáticos, financieros, económicos, comerciales y asistenciales que deben emplearse antes del uso de las armas. Pero la gravedad, la urgencia y las posibilidades reales de intervención pueden aconsejar los medios más contundentes.

Aquí echamos de menos una organización internacional realmente efectiva. No como la ONU en su configuración actual, donde los países con derecho a veto pueden bloquear las decisiones de sus órganos de gobierno. La irrelevancia de la ONU es cada vez mayor. Hace unos pocos años cualquier ciudadano culto conocía el nombre de su Secretario General. Hoy creo que la mayoría lo ignora.

Ante una nueva guerra, el mayor enemigo es el miedo a la muerte, que es el que lleva a cometer increíbles atrocidades. Admiremos a los que se juegan la vida defendiendo a los suyos o renunciando a luchar contra un hermano. Condenemos a los que, rendidos a la fuerza del odio, actúan como esclavos de la ira y la violencia.

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