Esta vez, la humillación no podía ser más estridente, pero tampoco más rica en lecciones.
En una reunión con el presidente turco Recep Tayyip Erdogan, el presidente del Consejo Europeo, el belga Charles Michel, acepta la invitación que el primero le hace para tomar asiento en una butaca a su lado. Deja así de lado a la presidenta de la Comisión Europea, la alemana Ursula von der Leyen, quien queda relegada a un alejado sofá.
Lo que se ha bautizado como “Sofagate” demuestra dos cosas.
La primera ya la sabíamos.
Erdogan mantiene una agenda abiertamente anti-europea que ejecuta con la estrategia de sembrar la cizaña. Es posiblemente el mejor experto del mundo del “divide y vencerás”, siendo capaz de doblegar a rivales más fuertes gracias a su ingenio. Porque, nota importante, Turquía está social y económicamente sumida en una profunda decadencia.
El gesto de Erdogan gana aún más relevancia ya que se produce días después de que Turquía abandonara la Convención de Istanbul sobre la violencia contra las mujeres.
Y, puestos a empezar la larga lista de agravios con Turquía, se produce a escasos meses de que el país atacara junto con Azerbaiyán nuestra aliada Armenia (existe un acuerdo de asociación global con la UE de 2017) ante la pasividad absoluta de Europa.
La segunda lección es mucho más inquietante.
Charles Michel prosiguió el encuentro con Erdogan como si nada. Por su parte, la reacción de Von der Leyen llegó tan solo cuando Erdogan ya andaba lo suficientemente lejos, y se limitó a lanzar una advertencia hacia… Charles Michel.
Dicho de otro modo, o los máximos representantes europeos no creen en sus valores más fundamentales, o bien son incapaces de defenderlos. En cualquier caso, su extrema debilidad salta a la vista.
El panorama resultante es tan patético como desesperanzador, ya que demuestra varias cosas de suma importancia.
En primer lugar, ni siquiera un valor teóricamente tan central de Europa como la igualdad de sexos no vale nada en cuanto aparece la primera dificultad. Nuestros líderes están dispuestos a hacer concesiones en todo, en absolutamente todo.
En segundo lugar, la política europea de apaciguamiento hacía Turquía no funciona. Era evidente desde la crisis de los refugiados de 2015, ¿qué más tiene que suceder para que actuemos en consecuencia?
En tercer lugar, salta a la vista el abismo que separa el discurso oficial con la fuerza real de la Unión Europea. ¿Cómo se atreve Bruselas a imaginarse en el mismo plano que los Estados Unidos o China cuando sus máximos líderes ni siquiera son capaces de salir con la cabeza alta de una reunión con un país de segundo orden como Turquía?
En cuarto lugar, la lógica subyacente a la actitud de Michel y Von der Leyen denota una creencia profundamente arraigada en el seno de la Unión. Este credo afirma que sólo la economía importa, y que con dinero puede arreglarse todo.
Es en cierto modo comprensible puesto que las instituciones europeas fueron concebidas ante todo para gestionar el mercado único. Pero se trata de una idea totalmente desfasada.
Las dos primeras décadas del siglo XXI han demostrado que la economía es un factor crucial en el equilibrio de poderes, pero que también lo son la fuerza militar y la demografía: dos elementos que la Unión y sus países miembros aborrecen profundamente.
Pero, por encima de todo, el factor decisivo en política internacional es la voluntad de usar sus recursos para alcanzar los objetivos fijados. En efecto, la voluntad de pasar a la acción pesa más que el simple hecho de disponer de una economía diversificada, de unas fuerzas armadas hegemónicas o de una demografía sana.
En cuestiones de voluntad y de credibilidad, americanos y rusos saben mucho gracias a la disuasión nuclear durante la Guerra Fría, y los chinos han aprendido admirablemente. Frente a ellos, Europa anda a la deriva y no sabe cómo valerse de su peso económico y demográfico, que aunque menguante, sigue siendo muy considerable.
En último lugar, y por ende, el cacareado “poder blando” de la Unión Europea, su supuesta fuerza de convicción gracias a sus valores, se desvanece tan pronto como alguien le opone un mínimo de fuerza o de “poder duro”.
La lección del Sofagate es que la Unión Europea actual no está ni preparada ni dispuesta a afrontar los desafíos del siglo XXI. El hecho de que Michel y Von der Leyen hayan ambos ocupado altas funciones de gobierno en sus respectivos países debería inquietar todavía más, ya que denota que tampoco a nivel nacional nuestros líderes entienden o quieren entender el mundo que les rodea. Mundo que se nos puede venir encima de un momento a otro.