Después se extrañan de las reacciones y critican la polarización, pero el pensamiento, la ideología, las políticas del llamado progresismo están preñadas de una visión supremacista.
Esta concepción, a menudo disfrazada de inclusión y diversidad, es en realidad una exclusión de todo aquello que no coincide con sus ideas. A quienes no piensan como ellos se les niega espacio en el debate, lo que crea una «inclusión excluyente» y una «diversidad homogénea».
Un ejemplo de este fenómeno es el sociólogo estadounidense Richard Sennett, quien, en su último ensayo, El intérprete, y en varias entrevistas promocionales, da muestras de esta mentalidad. Por ejemplo, considera que Estados Unidos se dirige hacia una especie de guerra civil, impulsada por la figura de Trump, y elogia a la cantante Taylor Swift, a quien califica como una especie de «intelectual orgánica de las masas» por convertir a sus seguidores en sus «propios intérpretes». Sin embargo, esta comparación trivializa los verdaderos fenómenos culturales.
Si Swift «dinamiza» al espectador, ¿qué hacía entonces Elvis Presley cuando sacudía al público con sus movimientos sobre el escenario? En contraste, la capacidad interpretativa de Presley generaba una energía que hace que la de Swift parezca insustancial.
En otro momento, Sennett afirma que «la idea de que la cultura está en declive es un pensamiento superficial, propio de gente mayor», rechazando así el debate sobre el estado actual de la cultura occidental y calificando de tontos a quienes sustentan tales tesis.
La bandera de la justicia social que enarbola el progresismo resulta engañosa cuando, ante las dificultades, las decisiones que toman son a menudo peores que las de la derecha.
Un ejemplo claro es California, el paraíso de la democracia progresista en Estados Unidos, donde se ha aprobado una ley que permite encarcelar a las personas sin hogar, aquellas que duermen en la calle o viven en vehículos averiados. Así, el gobierno demócrata de California opta por criminalizar a los más vulnerables, resolviendo el problema mediante la represión en lugar de ofrecer soluciones sociales adecuadas.
En el ámbito internacional, mientras Trump es presentado como un peligro global, es Biden, junto con Harris, quienes nos están arrastrando hacia un conflicto bélico de gran escala en Europa, con el riesgo de que Rusia utilice armas nucleares tácticas. Y a pesar de que los demócratas tienen el poder para detener la guerra en Israel, no lo hacen, dado que ese país depende del continuo apoyo militar de Estados Unidos. El caso de Obama es otro ejemplo claro: recibió el Premio Nobel de la Paz mientras tenía tres guerras en curso, una de las cuales abandonó en Siria, permitiendo a Rusia recuperar influencia en la región.
Este enfoque no es nuevo, y figuras como Daron Acemoglu, economista del MIT, siguen insistiendo en que la amenaza que representa Trump para la democracia es real, a pesar de que su diagnóstico es erróneo. Acemoglu sugiere que, si Trump pierde las próximas elecciones, las instituciones estadounidenses se fortalecerán, como si ese fuera el único factor en juego. Además, los atentados contra la vida de Trump, aunque fallidos, se minimizan o incluso se ridiculizan, presentándolos como meras estratagemas políticas. Pero los hechos no importan: para el supremacismo progresista, la narrativa es lo único que cuenta.
La progresía también se niega a reconocer los problemas asociados con la inmigración masiva, lo que agrava las reacciones políticas contrarias, fomentando el chovinismo.
Mientras esta mentalidad supremacista domine en Estados Unidos y Europa, nuestras crisis seguirán profundizándose. La Unión Europea, en este contexto, corre el riesgo de avanzar hacia un declive, en el que sus instituciones se conviertan en poco más que un cascarón vacío, sin vida ni futuro.
No se trata de que no defiendan en lo que crean; se trata de que lo hagan respetando al otro como adversario político, necesario para que la democracia sea real. Más o menos como en el Rugby, donde el choque no impide agradecer al otro equipo su participación necesaria para que haya partido.
Para el supremacismo progresista, la narrativa es lo único que cuenta Share on X