El pasado 8 de junio, el Parlamento Europeo aprobó una de las medidas estrella y al mismo tiempo más polémicas de la transición energética. Se trata de la prohibición de vender, a partir de 2035, coches nuevos que tengan un motor de combustión interna.
De entrada, desde un punto de vista de lucha contra el cambio climático, la medida es cuestionable porque el sector del transporte en Europa representa una parte muy pequeña de las emisiones mundiales de gases de efecto invernadero. Europa ya es en estos momentos el mejor alumno del mundo en materia de regulación de la contaminación producida por el transporte de carretera.
Además, implica que la industria del sector abandone inversiones millonarias realizadas hasta ahora en dos ámbitos tan importantes como son la mejora de la eficiencia de los motores de combustión y filtros ya existentes (que han progresado enormemente desde el estándar Euro-2 hasta al Euro-6 actual), y el desarrollo de combustibles sintéticos. Y por cierto, ¿por qué estos últimos se consideran una solución para el sector de la aviación y no para el transporte terrestre privado?
Existe además un tercer argumento ecológico que cuestiona la prohibición de los motores de combustión nuevos: si las fuentes de las que provienen la electricidad y los componentes de los coches eléctricos no son renovables, la medida no sirve para nada porque simplemente se traslada el punto de origen del CO2.
No es un punto menor, ya que a corto y medio plazo Europa parece obligada a quemar más carbón y gas para producir electricidad.
El abandono por parte de Alemania de la energía nuclear ha demostrado ser un salto atrás espectacular de ese país, que es de lejos el principal contaminante de Europa. Contamina más del doble que Francia, pese a que su economía es solo un 30% mayor.
De hecho, un estudio del año pasado realizado por Volvo demostró que, en la UE, un coche eléctrico tan sólo comenzaba a contaminar menos que su equivalente de gasolina a partir de los 77.000 kilómetros, ya que la producción del eléctrico resulta un 70% más contaminante que la de gasolina y que la electricidad que utiliza para funcionar no procede al 100% de fuentes renovables.
Incluso teniendo en cuenta toda la vida útil del vehículo, que Volvo estima en 200.000 kilómetros, la versión eléctrica tan solo resulta un 30% menos contaminante que la de gasolina. ¿Vale la pena tomar una medida tan radical para obtener una reducción de las emisiones totales que no llega siquiera a un tercio?
Desde un punto de vista económico, el plan aprobado por Bruselas afectará al sector del automóvil europeo y a sus proveedores de forma desproporcionada, ya que es bien sabido que para fabricar coches eléctricos se necesitan menos horas de trabajo y menos componentes.
Teniendo en cuenta que la oferta de coches es cada vez menor y que las estrategias de los fabricantes pasan sin excepción por producir menos unidades, pero aumentar su precio, la conversión al 100% a coche eléctrico implicará necesariamente una destrucción neta de empleo.
La cuestión de las materias primas que los coches eléctricos utilizan masivamente, en particular microchips y baterías, tampoco está resuelta. Hoy en día, Europa no fabrica a gran escala ni lo uno ni lo otro. Se estima que el hecho de tener que comprar las baterías a un proveedor externo incrementa el precio final de un coche eléctrico hasta un estremecedor 40%.
Y como la producción de microprocesadores y baterías se encuentra masivamente concentrada en los países de Extremo Oriente, esto significa que los constructores asiáticos podrán vender vehículos eléctricos a precios más competitivos que los europeos, que no controlarán tan bien su cadena de suministro.
Es por eso que numerosas marcas intentan producir sus propias baterías. Una tendencia iniciada por Tesla y que numerosos constructores europeos, como Volkswagen, han anunciado copiar. Pero está por ver hasta qué punto tendrá éxito ya que el problema de fondo, el suministro de la materia prima, sigue sin estar plenamente resuelto.
Socialmente hablando, la transición querida en 2035 podría implicar costes muy elevados para las familias. Las marcas de coches han optado por incrementar los precios de sus productos, en parte para disponer del capital necesario para seguir invirtiendo en coches eléctricos. La política de la Comisión Europea incrementa esta tendencia.
Ante la incapacidad de muchas familias de comprar un coche nuevo, el parque automóvil de países como España está batiendo récords de antigüedad. Y hay que tener en cuenta que cuanto más viejo es un coche, más contamina y menos seguro es para sus ocupantes.
El efecto de las políticas europeas, al menos a medio plazo, podría ser reducir la competitividad de la industria europea, incrementar las desigualdades sociales entre quienes puedan permitirse un coche nuevo y los que no y realizar las carreteras menos seguras. Todo ello para obtener unos resultados despreciables en materia de reducción de emisiones contaminantes.