Se trata de un fenómeno sin igual en la diversa y variada historia de la humanidad: una civilización que, después de convertirse en hegemónica a escala mundial, se empeña en auto-destruirse.
Hablemos claro de la situación actual de las sociedades occidentales, las que tienen como fundamentos civilizadores el tríptico formado por Atenas, Jerusalén y Roma, y que incluyen pues no sólo a Europa sino también a todos los países actuales fundados y arraigados todavía hoy en el Viejo Continente: desde Australia hasta Chile, pasando por Estados Unidos.
Nunca antes se había producido la situación actual en que se encuentran todas estas sociedades, donde las propias élites desarrollan un odio contra sí mismas que se concreta en un proceso, primero de puesta en duda y después de destrucción de los símbolos y fundamentos culturales de todo lo que las define como civilización.
Un proceso que se ha acelerado de forma muy marcada en estos últimos años: narrativa del “racismo sistémico”, ataques contra figuras esenciales de la historia europea, persecución y “deconstrucción” de los hombres, imposición de un lenguaje oficial “inclusivo”, acusación de «fascista» a todo el mundo salga del relato políticamente correcto, etc.
Hoy, la premisa de que Occidente (y por tanto su religión, cultura, política, economía, etc.) es intrínsecamente malo y culpable de prácticamente todos los males que sufre el mundo está cada vez más extendida.
Hasta el punto de que numerosos gobiernos, como el español o el propio catalán, manipulan la historia, se esfuerzan en borrar tradiciones y toman medidas en favor de minorías culturas mientras marginan o incluso reprimen las expresiones autóctonas (el trato diferente que reciben las clases de religión musulmana y cristiana en la escuela pública es uno de los ejemplos más evidentes).
Del estudio de este fenómeno habla el nuevo libro del autor y conocido comentarista conservador británico Douglas Murray, La Guerra contra Occidente: Cómo prevalecer en la era de la irracionalidad.
En La Guerra contra Occidente, Murray intenta responder a una pregunta ya de por sí provocadora: “si la historia de la humanidad está llena de esclavitud, conquista, prejuicio, genocidio y explotación, por qué sólo se acusan a las naciones occidentales como culpables?”
Murray defiende que el actual «masoquismo» de Occidente se explica en primer lugar porque ocupa un espacio vacío.
En efecto, la actual situación tiene sus orígenes en la erosión continua que ha sufrido la religión cristiana en los últimos siglos. Al constituir el fondo más profundo de nuestras sociedades (hay quien dice que una cultura toda entera no es sino un conjunto de anotaciones al pie de página de una religión), era natural que su bajón y reemplazo gradual por el relativismo terminara afectando a los componentes más visibles de la cultura occidental.
Murray afirma: “mientras el conjunto de otros grandes relatos se ha derrumbado, la religión del anti-racismo ofrece un objetivo y sentido a la vida”. Y aquí podrían añadirse muchos de los otros “combates” post-modernos que conforman la galaxia del wokismo, desde los feminismos radicales hasta la ecología del de-crecimiento o muchas de las reivindicaciones de los colectivos LGBTQ.
Por último, todos estos movimientos tienen las mismas bases: parten de ideas profundamente cristianas, como la dignidad de la persona y su libertad. Son las “ virtudes cristianas convertidas en locas” porque se las ha aislado del gran relato cristiano, de las cuales el autor inglés GK Chesterton ya se hacía eco a principios del siglo XX.
Cuando estudiamos de cerca los ataques contra la cultura occidental nos damos cuenta de que más allá de querer destruir nuestro pasado común no proponen ningún modelo alternativo
Como Murray también defiende, los ataques contra la supuesta maldad de Occidente seducen por su simplicidad: siempre es más fácil destruir que construir. Y de hecho, cuando estudiamos de cerca los ataques contra la civilización occidental, nos damos cuenta de que más allá de querer destruir nuestro pasado común no proponen ningún modelo alternativo.
Como mucho, buscan refugio en las tesis del multiculturalismo, a estas alturas ya desacreditadas por una misma razón: sin una cultura común que una a los ciudadanos, la sociedad se convierte simplemente en inviable. Y el multiculturalismo ha demostrado ser incapaz una y otra vez de proponer ese cemento social ya que en último término reposa sobre un principio tan vago como es el de la tolerancia. Sin entrar en la cuestión de los abusos que se comentan en su nombre por parte de los grupos que se supone debe proteger.
A la tolerancia se le añaden en anexo una serie de reglas cívicas (“elecciones democráticas”, “estado de derecho”, etc.) que se nos presentan falsamente como los “valores europeos” y que en realidad no son sino procedimientos, ciertamente importantes, pero vacíos de contenido e incapaces de generar un sentimiento de pertenencia.