El independentismo catalán, tal y como se articula hoy en los principales partidos políticos —Junts por Catalunya, Esquerra Republicana y la CUP—, atraviesa un momento de debilidad y desconcierto. El panorama no es esperanzador, y la llegada de nuevos actores, como Aliança Catalana, que todavía es pronto para valorar, no parece suficiente para cambiar la tendencia.
Pese al apoyo del 40% del electorado, una cifra considerable si se concentrara en un único objetivo, el movimiento independentista se muestra incapaz de capitalizar ese apoyo para gobernar la Generalitat o los principales ayuntamientos.
Según el último estudio del Centro de Estudios de Opinión (CEO), Esquerra y Junts logran entre el 29% y el 35% de los votos. Con la CUP y Aliança Catalana, el porcentaje se situaría entre el 38% y el 48%. Si bien la cifra es significativa, el amplio abanico también refleja la incertidumbre del momento. Si el techo actual es del 40%, la debilidad del movimiento se debe principalmente a la fragmentación política y la falta de una estrategia unitaria: cuatro partidos y un feroz cainismo que mina cualquier posible cohesión.
El problema del independentismo radica en la ausencia de un proyecto claro. Entre la promesa de la independencia y la situación actual, no hay más que consignas vagas y promesas incumplidas, como la “confrontación con el Estado” defendida por Puigdemont. Por otra parte, Esquerra se ha acomodado en una política puramente autonomista, alineada con el gobierno de Pedro Sánchez, en la que siempre se presenta como un socio subalterno.
Es comprensible, e incluso inteligente, que el independentismo catalán no quiera seguir la vía de la confrontación violenta o de la inestabilidad permanente. No encaja con el carácter del país, ni con sus élites económicas ni con la clase media. Pero esto no significa que no existan otras vías para avanzar.
La relación histórica entre ciertos sectores del nacionalismo catalán y el sionismo podría ser un ejemplo de cómo una estrategia a largo plazo, basada en la reconstrucción interna y la búsqueda de alianzas internacionales, puede eventualmente dar frutos, aunque también advierte que la independencia no siempre conduce a la paz y la estabilidad.
Otro factor que debilita al independentismo es la desaparición del catalanismo cultural y político que solía ser la base de su fuerza. Hoy, incluso la televisión pública -el principal medio de difusión cultural- está lejos de ofrecer un servicio plural que incluya a toda la comunidad catalanista; más bien, se ha convertido en un instrumento partidista, más cercano al sectarismo que a la inclusión.
Sin ese sustrato cultural y sin familias que transmitan la identidad catalana, el independentismo corre el riesgo de convertirse en una ideología vacía, más enfocada en el pasado, y a menudo mal interpretado, que a construir un proyecto.
Con una tasa de natalidad de 1,1 hijos por mujer -de las más bajas del mundo-, con el catalán retrocediendo como lengua de uso social, y con una inmigración creciente que parte de las élites económicas favorecen, el futuro del proyecto independentista se tambalea.
La conclusión es que en Barcelona y en la Generalitat manda el PSC-PSOE: los partidos independentistas también deben responder por este escenario. Su problema, manifestación de impotencia, es que no saben cómo.