Corea del Sur parece estar pagando su extraordinario éxito económico con un desastre demográfico sin precedentes: tener hijos se ha convertido en una rareza. Tanto es así que la tasa de fecundidad total –el número de nacimientos por mujer en edad fértil– se sitúa en torno a 0,75, aunque en el último dato se ha registrado un leve repunte de aproximadamente 0,03 puntos respecto al dato anterior.
Para ponerlo en perspectiva, expertos indican que el valor necesario para que una población se mantenga en equilibrio es de 2,1 hijos por mujer, es decir, casi tres veces más. Según informes de la Organización para la Cooperación y Desarrollo Económico (OCDE), esta situación genera graves implicaciones para el futuro laboral y económico del país asiático, donde la escasez de jóvenes amenaza la sostenibilidad del sistema de pensiones y la competitividad global.
En un paralelo preocupante, Catalunya avanza hacia un destino similar, cuya tasa de fecundidad se sitúa en torno a 1,1. Esta cifra, aunque ligeramente superior a la de otras regiones, depende en gran medida de dos colectivos concretos: el de los inmigrantes –especialmente las mujeres musulmanas, cuya tasa de fecundidad alcanza los 3,2– y el de las católicas practicantes, que se acercan al umbral de reemplazo. Para el resto de la población femenina, la media se sitúa por debajo de 1 ó apenas llega a la unidad.
Las estadísticas, según datos del Instituto de Estadística de Cataluña (IDESCAT), indican que esta baja natalidad se mantiene constante a menos que se produzca una nueva gran ola migratoria.
Adicionalmente, varias encuestas sugieren que una parte considerable de la población femenina en Catalunya –entre una quinta y una tercera parte, según distintas fuentes– manifiesta no querer tener hijos, aunque el deseo ideal para la mayoría se sitúa en torno a dos descendientes.
Este contraste entre el número real de hijos y el deseado destaca la importancia de analizar las causas subyacentes, puesto que la realización personal en la maternidad y la paternidad resulta fundamental tanto para el presente como para el futuro del país.
A corto plazo, la formación de nuevos hogares actúa como un motor económico, mientras que a largo plazo, la falta de población autóctona impone serios desafíos, puesto que la inmigración, por sí sola, no compensa la diferencia en el capital humano ni en la cohesión cultural.
Además, un exceso en el flujo migratorio puede generar tensiones sociales y debilitar el uso del catalán como lengua social, lo que afecta a la calidad y la identidad de la cultura catalana –un aspecto que, según algunos historiadores, ha disminuido notablemente desde los años difíciles del franquismo en las décadas de 1950 y 1960.
Hay dos causas fundamentales que dificultan la procreación. La primera es el elevado paro juvenil y los bajos salarios iniciales, sumados a la explosiva situación del mercado de la vivienda.
Pese a las promesas de solución de los gobiernos en los últimos años, la formación de nuevos hogares y la emancipación de los jóvenes resultan extremadamente complejos, haciendo que tener un hijo –y mucho menos dos– se convierta en una tarea de verdadera heroicidad.
La segunda causa es la escasez salarial, que obliga a que en muchas parejas ambos miembros trabajen a tiempo completo, lo que complica enormemente el cuidado de los niños durante sus primeros años de vida. Aunque se han ampliado los períodos de permisos parentales, éstos todavía resultan insuficientes ante las necesidades reales de las familias.
Históricamente, el recurso al que se ha recurrido para paliar esta situación ha sido el apoyo de los abuelos, un sistema económico y accesible que, en numerosas ocasiones, ha contribuido a la satisfacción y reconocimiento intergeneracional.
Sin embargo, la cultura de la desvinculación y las rupturas familiares han debilitado este pilar fundamental del capital social. Hoy en día, la dispersión geográfica –con ancianos viviendo lejos de sus nietos, a diferencia de épocas pasadas en las que convivían en el mismo barrio o comunidad–, junto con una tendencia al individualismo exacerbado y la búsqueda de la realización personal, hace que muchos adultos mayores prioricen su ocio y actividades personales por encima de la atención a sus descendientes.
Asimismo, el desarrollo de infraestructuras de cuidado infantil es otro factor crucial. En otros países con políticas familiares consolidadas, la existencia de guarderías de acceso universal y gratuito ha permitido a los padres conciliar la vida laboral y familiar, reduciendo el impacto de la baja natalidad.
Sin embargo, en Cataluña y en el conjunto de España, esta red de servicios se percibe a menudo como un gasto superfluo, a pesar de ser una necesidad absoluta.
Aunque el uso de las guarderías puede asociarse a un aumento en la incidencia de enfermedades entre los niños pequeños –debido a su exposición temprana a los contagios–, este problema se puede mitigar mediante protocolos de salud adecuados. Además, la ausencia de servicios de cuidadores especializados a domicilio, que faciliten el cuidado durante las horas laborales, agrava la situación, dejando a muchos padres sin una solución viable para el cuidado de sus hijos.
En definitiva, la cultura de la desvinculación ha erosionado el capital social generado por los vínculos familiares, especialmente entre abuelos y nietos, relaciones que históricamente han sido claves en sociedades fuertemente familiares como la nuestra. Al mismo tiempo, un estado del bienestar desequilibrado en términos ideológicos ha postergado el desarrollo de servicios imprescindibles para apoyar a las familias.
Ante este escenario, es imperativo que tanto las políticas públicas como la sociedad en general tomen medidas estructurales para revertir la baja natalidad, puesto que la sostenibilidad económica, la cohesión social y la preservación cultural dependen en gran medida de una respuesta integral a este desafío demográfico.
Referencias: OCDE, Banco Mundial, IDESCAT, Instituto Nacional de Estadística. (INE).
