En Europa resulta prácticamente imposible encontrar ejemplos de políticas a seguir por quienes defienden una reducción drástica de la inmigración masiva y de baja calificación.
La idea de que esta inmigración es en el mejor de los casos una bendición para los países de acogida, y en el peor un mal necesario para que la economía no se detenga está tan extendida que forma parte de lo que los anglosajones llaman “sabiduría convencional”.
Cualquiera que se oponga no sólo es un execrable xenófobo, sino también un ignorante económico.
En este contexto resulta interesante el análisis que Oren Cass, columnista del Financial Times y director del think tank estadounidense American Compass, ha entregado recientemente sobre los primeros meses de política migratoria de Donald Trump.
Cass parte del verdadero argumento que ha favorecido la inmigración masiva en Occidente en las últimas décadas. No se trata de razones humanitarias ni de un ideal multicultural, sino de los intereses de una parte del gran capital.
Como Cass afirma: “durante décadas, la política económica norteamericana ha priorizado el influjo constante de recursos humanos baratos -tanto legales como ilegales- que ha beneficiado a las empresas deseosas de pagar los salarios más bajos posibles”.
Y prosigue: “esta estrategia ha permitido beneficios empresariales abundantes y bienes y servicios baratos, pero ha socavado las oportunidades para los trabajadores estadounidenses, desalentando la inversión e imponiendo costes enormes a las comunidades”.
Todo ello es reforzado por un discurso progresista de sobra conocido, mezclado con argumentos de carácter práctico como por ejemplo que independientemente de las medidas coercitivas que se tomaran, los inmigrantes seguirían viniendo mientras los “problemas de fondo” de sus países de origen no se solucionaran; y que si alguna vez el flujo migratorio se detuviera, no quedaría personal para limpiar habitaciones de hotel ni para recolectar cosechas.
La acción de Trump durante los primeros días ha combatido este discurso y demostrado que es posible restablecer el orden en las fronteras.
En mayo, por ejemplo, la autoridad estadounidense de aduanas y fronteras anunció que no había habido ningún extranjero clandestino que hubiera sido expulsado desde dentro del territorio estadounidense, comparado con 62.000 del mismo mes del año anterior. En tan solo cuatro meses, la administración Trump ha logrado reducir en un 93% las entradas ilegales en la zona suroeste, según fuentes oficiales. Un primer mito cae: que los «muros» no pueden contener la inmigración irregular.
Un segundo mito: que no es posible expulsar a los inmigrantes que han entrado de forma ilegal en un país occidental: datos independientes estiman que la administración Trump ha expulsado a más de un millón en menos de medio año. Eso sí, en Estados Unidos el Tribunal Supremo ha frenado en seco el intrincado sistema judicial que en Europa bloquea sistemáticamente este tipo de iniciativas.
Un tercer mito es que los inmigrantes clandestinos vienen para realizar trabajos que los nativos o inmigrantes regulares no aceptarían. Pues bien, según datos oficiales estadounidenses, entre enero y junio el nivel de empleo de los trabajadores nativos ha aumentado en más de dos millones, mientras que el de los trabajadores extranjeros ha descendido en más de medio millón.
Se trata del primer semestre en el que se invierte una tendencia de los últimos cinco años (equiparable a efectos prácticos en la presidencia de Joe Biden), durante los cuales los trabajadores extranjeros se habían beneficiado de cerca del 90% de los nuevos puestos de trabajo. ¿Les suena?
La clave del éxito inicial de Trump ha sido la misma que lo hace triunfar en el escenario internacional: dejar claro cuáles son sus intenciones, y sobre todo, aplicar las amenazas. En el caso de la inmigración, se trataba de que los inmigrantes clandestinos entendieran que no les quedaba otra opción que marcharse, y a las empresas, invertir en una fuerza de trabajo más reducida, productiva y mejor pagada.
A largo plazo, la administración Trump debe articular su programa migratorio en un cuerpo legislativo que deje claro a las empresas que no tolerará esconder la contratación de inmigrantes en situación irregular, mientras que se ofrecen incentivos a quienes ya están en Estados Unidos a declarar su situación, ya sea para regularizarla, bien para organizar una salida ordenada del país.
La idea de que esta inmigración es en el mejor de los casos una bendición para los países de acogida, y en el peor un mal necesario para que la economía no se detenga está tan extendida que forma parte de lo que los anglosajones… Compartir en X