El pesebre insurgente: crónica irónica de una Navidad municipalmente cancelada

En Barcelona existen fenomenologías que solo las puede contar un filósofo suizo o un poeta muy bien desayunado. Una de estas es la sorprendente capacidad de nuestros gobernantes para complicar lo sencillo. Navidad, por ejemplo. Que un país civilizado sea incapaz de poner un pesebre —una operación que ya dominaban los capuchinos en el siglo XVIII con una mano atada a la espalda— supera a todas las escuelas del pensamiento político moderno.

Pero aquí estamos, otro año, discutiendo si es constitucional, ético o demasiado tradicional colocar a un Niño Jesús en la plaza Sant Jaume. Entre nosotros: una ciudad que tolera esculturas de dimensiones olímpicas que nadie ha entendido nunca, puede tolerar un pesebre. Pero parece que esto, en tiempos de Collboni, es pedir demasiado.

La cosa tiene un punto de sainete. El alcalde, que ha recibido Barcelona como quien recibe un reloj de bolsillo y no sabe manejarlo, ha decidido repetir el experimento del año pasado: eliminación del pesebre municipal de la plaza Sant Jaume, ese invento antiguo y profundamente reaccionario que había sobrevivido a guerras, alcaldías, crisis, planes Cerdà y urbanismos medioambientales. El pesebre era, digámoslo claro, un elemento muy grave para el orden público: estaba quieto, decoraba, hacía ilusión a los niños, no insultaba a nadie… un auténtico peligro.

Sus predecesores socialistas —más de uno perfectamente laico, moderno y urbanita— no se habían atrevido a tocar la tradición. Incluso Ada Colau, que practicó un cierto “comecuras municipal” y reformó el pesebre hasta hacerlo irreconocible (un pastorcillo podría confundirse con un contenedor selectivo), nunca suprimió su presencia pública. La Navidad, al fin y al cabo, no era culpable de ningún macroproyecto inmobiliario, y, por tanto, podía tolerarse su existencia.

Collboni, sin embargo, es de una pasta más pura. Tiene lo que podríamos llamar «purismo simbólico» : eliminar todo lo que recuerde que el país tiene tradiciones que no han pasado por concurso público de diseño. Así, el pesebre municipal, pobre, ha sido enviado al interior del Ayuntamiento, donde probablemente lo visiten dos escuelas y el concejal de Units per Avançar, entre otros, que ya lo conocen de memoria. El pesebre, que había sido un bien comunal, queda ahora reducido a objeto confinado.

La justificación es deliciosa: «Es que hacemos uno muy bonito dentro.» Perfecto. ¿Y qué? La esencia del pesebre no es la belleza, sino la visibilidad. Un pesebre es un faro cultural: pasas por delante y, quieras o no, te recuerda que existe una tradición. Y como las tradiciones están de baja en el Ayuntamiento, hay que encerrarlas.

Pesebre plaza sant Jaume

Pero Barcelona, ​​que quizá no sabe elegir a alcaldes, sí sabe organizarse.

Las entidades ciudadanas han propuesto algo brillante: que cada uno lleve una figurita de su pesebre particular a la plaza Sant Jaume, el domingo 14 de diciembre, a las cinco de la tarde. De esta forma tendremos el primer pesebre colectivo de resistencia cívica, una especie de Wikipedia navideña hecha con pastores, burros, camellos y algún caganer de líneas modernas.

Esto, francamente, Pla lo habría celebrado: la imaginación popular corrigiendo la «modernidad» municipal.

Además, el Ayuntamiento, obsesionado con las luces, ha perpetrado una segunda obra de ingenio: las palabras “Feliz Navidad” han desaparecido de la ciudad. Ni una. Tenemos “Felices Fiestas”, tenemos luces que dibujan “Barcelona” por si algún turista desorientado no se había dado cuenta dónde estaba, y tenemos frases filosóficas que harían llorar un semáforo. Pero Navidad, ni rastro. La palabra debe ser demasiado explícita. Demasiado cultural. Demasiada catalana, e incluso demasiado cristiana.

La sustitución simbólica es clara:

 la luz sustituye el sentido,
 el consumo sustituye a la tradición,
 y la ciudad sustituye su memoria por decoración LED.

Este fenómeno no es anecdótico. Tiene raíces profundas en la crisis cultural catalana. En una Barcelona donde solo una cuarta parte de sus habitantes tiene el catalán como primera lengua, y en una Cataluña que apenas llega a una tercera parte, los símbolos culturales deberían ser más visibles que nunca. El pesebre no es solo religión: es transmisión, es continuidad, es una de esas cosas que explican el país mejor que una enciclopedia.

Por eso la desaparición del pesebre público no es solo un capricho municipal: es una operación de desconexión cultural. Y Collboni, sobresale. Sus políticas navideñas equivalen a dejar la ciudad sin espejo, o con un espejo que solo refleja LED y tarjetas de crédito.

La pregunta final es sencilla:

¿Qué queda de una ciudad que borra sus propias tradiciones?

La respuesta es igual de sencilla:

Una ciudad que no sabe quién es, ni lo que celebra. Y da pie a una tercera cuestión. ¿Y en estas condiciones cuál es su futuro?

Y por eso los ciudadanos vuelven, literalmente, al pesebre. No por costumbrismo, sino por dignidad cultural. No por nostalgia, sino por supervivencia. Y porque, al fin y al cabo, ante un poder municipal que se piensa en “woke” para suprimir un belén, lo mejor que puede hacer el pueblo es reír, llevar una figurita y recordarle que hay tradiciones que no se eliminan ni con decreto ni con luces de colores.

Cuando el sentido común falla en la política, el pueblo saca el pesebre a la calle.

El día 14 a las cinco de la tarde todos hacemos el belén con nuestra figurita en la Plaza Sant Jaume.

Cuando el Ayuntamiento elimina el pesebre, la ciudad levanta uno mayor. #Navidad #Barcelona #Tradición Compartir en X

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