El hecho es de dominio público. El Partido Socialista, siguiendo la instrucción del presidente del Gobierno, ha propuesto al Congreso que el Defensor del Pueblo, Ángel Gabilondo, asistido de una comisión de asesoramiento, elabore un informe sobre los abusos a menores supuestamente cometidos por algunos sacerdotes y religiosos, para “la determinación de los hechos y responsabilidades, la reparación de las víctimas y la planificación de las políticas públicas para la prevención de estos casos”.

De manera simultánea, la fiscal general del Estado, la exministra de Sánchez Dolores Delgado, ha ordenado que se abra una investigación de la misma índole. El hecho de que en el tiempo coincidan una vía fiscal y una parlamentaria es una anomalía grave.

Se trata de un precedente histórico, que abre una causa general contra la Iglesia, porque no se abordan unos presuntos delitos, sino solo aquellos cuya autoría pueda corresponder a miembros de una determinada institución. Esta forma de obrar entraña un grave deterioro de la misión del Congreso, del Gobierno y del ministerio fiscal, porque al actuar de esta manera señalan y culpan a una institución, como la principal responsable de este tipo de delitos, porque si no fuera así, no tendría sentido situar el foco sobre ella.

Y esa es la cuestión. Es bueno que los poderes públicos actúen a fondo sobre actos masivos especialmente dañinos. Pero tal y como está planteada la indagación, eluden investigar sobre el 99,8% de los casos, es decir, prácticamente todos, de acuerdo con los datos de la Fundación ANAR, dedicada desde 1970 a la ayuda de niños y adolescentes en riesgo. Porque lo cierto es que para el periodo 2009-2019, los sacerdotes y religiosos solo son presuntos autores del 0,2% de los delitos de abusos cometidos. Siendo así, ¿qué diablos de reparaciones van a establecer y qué políticas públicas van a definir, si la venda del delito doloso de primer grado parece cubrir los ojos de nuestras insti­tuciones?

Por cada presunto delito cometido por un sacerdote o religioso, los monitores han cometido cinco; los maestros y profesores, 18, los que tienen su origen en internautas, 26; su pareja o expareja, 40, y un amigo o compañero, 72. Algo más de la mitad de los abusos se concentran en la familia nuclear y extensa y en amigos de esta. Entonces, ¿por qué a todos ellos se les omite de la investigación? ¿A qué viene limitarse al más minoritario, al grupo que es marginal? ¿Qué verdad puede obtenerse obrando de esta manera? ¿Qué se persigue con ello?

Con este enfoque, ¿qué “políticas preventivas y de atención” van a engendrar que no sean un fracaso, porque se niegan a observar toda la realidad y se entretienen en marcar a una ínfima minoría?

La investigación ordenada por Dolores Delgado muestra el mismo extraño comportamiento, que poco tiene que ver con su misión de “defensa de la legalidad, de los derechos de los ciudadanos y del interés público tutelado por la ley”, porque actúa con la misma inequidad que el Congreso y el Gobierno, con el agravante del precedente: cuando era fiscal general María José Segarra Crespo, siendo ministra de Justicia la actual titular de la Fiscalía, ya se ordenó un procedimiento semejante, pero sobre todos los casos, y no solo aquellos que tenían como presunto autor a un hombre de Iglesia. Esta tarea ha quedado en nada, y ahora, al reemprenderla, la señora Delgado solo se dedica al 0,2%. ¿Nadie en el Congreso, en los medios de comunicación, va a preguntarle la razón de este cambio radical?

Al actuar de esta manera, las instituciones del Estado se convierten en cipayos de la campaña iniciada por El País en el 2018 contra los minoritarios casos eclesiales, incluida la brutalidad de un teléfono para denuncias anónimas. A la vez, convierten a la Iglesia en el chivo expiatorio­ de un grave y extendido mal social, ocultando las causas que lo propagan y obviando a la casi totalidad de las víctimas. Serán cómplices de esta ocultación y de este abandono.

Para recuperar su dignidad, las instituciones del Estado han de ampliar la indagatoria a todos los casos de presuntos abusos sexuales, con especial atención a los que implican a funcionarios del Estado y, por obvias razones jurídicas, han de obviar que sea el Defensor del Pueblo quien informe sobre instituciones que no son públicas, pues sus funciones están limitadas por ley a estas. Ya escribí sobre ello en La Vanguardia el 4 de abril de 2010 Medirlo todo medirlo bien

Artículo publicado en La Vanguardia

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