Pasada la primera semana de confinamiento, quisiera uno pensar que dentro de pocos días lo peor ya ha pasado; que en una semana recobraremos la libertad. Naturalmente, eso no es cierto: hasta las autoridades, poco partidarias de sembrar la alarma, ya nos han advertido de que sólo estamos al principio. Al principio ¿de qué?

De una gran lección, quizá más bien de un cursillo de refresco necesario para abordar nuestros grandes problemas con la esperanza de una solución.

Las autoridades, políticas, sanitarias, de orden público, se verán enfrentadas a elecciones muy difíciles: unos verán que no hay recursos para atender a todo el mundo como quisieran, y habrán de aceptar que la ayuda dada a uno es negada a otro, porque hay que estar preparados para el momento en que no haya recursos para todos.

La lección será, una de humildad: ni con las mejores intenciones y una organización impecable es posible proteger a todo el mundo. Otros deberán navegar, sin mapa ni brújula, entre las medidas que limitarían al máximo el contagio y las indispensables para que nuestra economía no sufra un daño irreparable. Habrán de sufrir con paciencia las críticas, bien o mal intencionadas. Otra lección de humildad, y también de fortaleza.

Los privados de un papel activo en la lucha contra el virus tenemos una obligación prioritaria: la obediencia.

En previsión de que las medidas restrictivas que hayan de ir adoptando las autoridades se prologuen en el tiempo, nos ayudará a cumplirlas el volver a la obediencia su verdadero sentido. Obedecer no es únicamente hincar el pico, someter nuestra voluntad a otra superior. “Obedecer” viene de “ob-audire”, escuchar. Obedecer es ante todo aprender, participar en la sabiduría práctica de otro. “La obediencia es perfecta”, escribe el teólogo dominico Herbert McCabe, “cuando el que manda y el que obedece comparten la misma idea”.

La obediencia es pues, en primer lugar, un acto de la inteligencia. La contrapartida es que “mandar no es un asunto de doblegar voluntades: la primera obligación del que manda es ser inteligente. Una orden mala es una orden estúpida”, escribe McCabe. La lección para las autoridades es que conviene ejercitar el sentido común antes que echar mano de los galones. La lección de humildad para el ciudadano corriente está en procurar hallar el sentido de las órdenes que nos dan, no ver siempre en ellas muestras de incompetencia o de mala intención. Es un buen ejercicio, parte integral del cursillo que nos permitirá sacar partido de nuestro confinamiento.

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