Entramos en un nuevo escenario, tanto para Cataluña como para el conjunto de España, marcado una vez más por la incertidumbre, el deterioro de las instituciones del Estado, la polarización y la carencia de un proyecto común. De hecho, y salvando mejores opiniones, podemos decir que desde la entrada en la Unión Europea, la asunción del euro a lo sumo, nuestra sociedad no tiene un proyecto importante compartido. Al mismo tiempo, es perceptible un fallo de la capacidad de la sociedad civil para hacer oír su voz. Y cada vez más estamos en manos de los intereses de la partitocracia, en la que por el momento, el bloque del sanchismo constituye su máxima expresión, y de los grupos de presión, económicos e ideológicos sin contrapesos suficientes. Y todo ello en un marco Europeo crítico y lleno de incertidumbres y desaciertos, como Víctor Pou ha narrado tan bien en el digital de Converses. Todo esto es una evidencia.
Pero quisiera insistir sobre una realidad social que lo empeora todo: vivimos también otra mala situación, un cambio profundo de consecuencias extraordinarias.
Me refiero a la dualidad creciente entre un individuo cada vez más individualista, hedonista y abocado a la satisfacción de sus deseos como única forma de entender la vida, y una dimensión colectiva representada por los poderes colectivistas, a menudo ejercidos por el gobierno de turno, cada vez más intrusivos y totalizadores.
Estas dos tendencias han crecido simultáneamente en una extraña dialéctica. Por un lado, está el culto a la excepción, a la diferencia, y a legislar sobre ella. Se hacen leyes desde la contemplación de la excepcionalidad para aplicar a la generalidad, y el resultado como es lógico es demoledor para la sociedad. Por otro, unos gobiernos intrusivos que hacen leyes y campañas que dictan la vida en el seno de nuestros hogares.
Una de las consecuencias más penosas es el estado de las personas. Una médico me comentaba: “nunca los médicos habíamos visto tal nivel de desesperanza, irritabilidad, pensamientos de suicidio, ideas, algunas desgraciadamente consumadas. Rompe el corazón cuando adolescentes te dicen que no vale la pena vivir, quieren morirse, no encuentran ningún sentido a la vida”. Todo esto no baja del cielo. Lo forjamos nosotros permitiendo que nos gobiernen como lo hacen, asumiendo como normal una cultura dominante perniciosa y supersubvencionada, que consagra como un derecho pagado el aborto, maltrata la natalidad y la maternidad, una cultura woke y un feminismo de lucha de sexos, una cultura que asume que la ley se aplica de forma distinta en función del sujeto y que concede privilegios legales y económicos en función de la preferencia sexual. Que vive y quiere educar a nuestros hijos y nietos en extraños razonamientos, por lo que resulta que no hay hombres ni mujeres y que es intrínsecamente perverso ser heterosexual, hombre, marido y padre.
El efecto de esta creciente dualidad ha sido la lenta, pero persistente, erosión de las entidades intermedias, la familia, las comunidades, las afiliaciones religiosas, los clubes y ahora, incluso, la propia nación, ya que el individuo ve a estas entidades como una restricción de su libertad. Mientras que el colectivo, colectivista o cosmopolita, por el contrario, ve estas comunidades intermedias como visiones impuras de la propia colectividad, que compiten con su propia identidad totalizadora.
Sin embargo, resulta que estas entidades intermedias, como la familia, las asociaciones y organizaciones civiles, las comunidades religiosas y otras estructuras sociales, son fundamentales para el progreso de la sociedad, incluso para su eficiencia, eficacia, prosperidad y bienestar. Muchas veces se enfatiza la importancia de la subsidiariedad, pero al mismo tiempo se maltratan sus realidades, que en casos como los de la familia y la religión son previas al mismo estado, y no digamos ya al propio régimen.
Si tenemos esta concepción, pronto nos damos cuenta de que la visión más elevada de la identidad y la participación no es el gobierno (aunque es necesario), no es un colectivo totalizador, sino la participación en aquellas realidades intermedias. Aquellas comunidades de memoria, vida y proyecto.
Ser ciudadano no es ser miembro de una colectividad abstracta. Es ser un padre, un amigo, un vecino. Es la celebración y recuerdo de nuestros vínculos, nuestras historias y tradiciones, nuestras fiestas y costumbres. Gracias a ellas podemos anclarnos en el mundo y en la vida. Pero, pese a su importancia decisiva para nuestro bien y el de todos, hoy las comunidades intermedias están siendo estropeadas, si no destruidas, en una carrera suicida en la que confluyen el individualismo hedonista de la realización para la satisfacción del deseo y las visiones totalizadoras desde la cultura y cada vez más -como ahora- desde el mismo Estado.
También ante esta realidad adversa hay que dar respuesta, porque ya sabéis que como señaló Burke: “Para que el mal triunfe, sólo basta con que los hombres buenos no hagan nada”, es decir, cuando las personas huyen de su responsabilidad y compromiso social.