La idea de que la transición energética significa un sencillo paseo guiado por las políticas de la UE y el gobierno español, que no alterarán mucho nuestras vidas, es un error garrafal porque la realidad es otra y además ya resulta visible.
Pasar a un modelo de emisiones contaminantes cero significa todo un trasiego del modelo histórico que tenemos, que sigue fundamentado, no lo olvidemos, en el petróleo, y a escala mundial también, en buena parte, en el carbón. Y este trasiego hará crecer la factura energética y generará pérdidas de puestos de trabajo. Naturalmente, se producirán nuevos, se calcula que unos 185 millones en todo el mundo de empleo directo e indirecto, pero se perderán 200 millones. Por tanto, 15 millones de puestos de trabajo desaparecerán. Podemos constatarlo con los anuncios de lo que significa fabricar coches eléctricos en lugar de vehículos de motor de explosión. La SEAT ya ha anunciado que necesitará menos gente para fabricarlos. Es uno de tantos ejemplos. Está claro que el del vehículo será el sector más castigado, porque se incrementará en 52 millones, mientras que la automoción perderá 68 millones. Otros 33 millones se perderán en el ámbito del petróleo, el gas y el carbón. Y se verán claramente beneficiados la energía, que ganará 16 millones de ocupados y en especial, la agricultura, que aumentará en 31 millones de personas sus necesidades. Esto son cifras a escala global, y en países industrializados como el nuestro el balance nos puede resultar negativo, sobre todo debido al peso de la automoción. Si bien sumando y restando automoción y energía, podría quedarse en un empate, siempre que las cosas se hagan bien hechas.
Por tanto, la transición energética significa políticas atentas a las pérdidas y ganancias sectoriales de mano de obra. Sin embargo, hay una segunda partida muy importante, la consultora McKinsey ha estimado que hasta el año 2050 serán necesarios 3,1 billones de euros extras en activos inmovilizados para poder poner en marcha el nuevo modelo energético. Es una cifra brutal que, por ejemplo, equivale a la mitad de los beneficios empresariales que se registraron en todo el mundo en 2020, o el 25% del total de ingresos tributarios.
La factura total en los próximos 30 años será de 240 billones de euros, lo que equivale a dos veces la riqueza total del planeta. Todo este proceso conmoverá a toda la estructura positiva inversora y tendrá una tercera derivada: la producción económica global se reducirá un 14% hasta el 2050.
Por tanto, si recapitulamos podemos constatar que la transición energética pone en riesgo muchos puestos de trabajo, necesita una inversión brutal y al mismo tiempo habrá un crecimiento menor, atribuido básicamente a las alteraciones climáticas. En la medida en que las reducciones se instalen, se generalice el impuesto sobre el CO₂ emitido y afecte al transporte y la vivienda, también se multiplicarán los costes y este hecho puede dar lugar a un proceso inflacionario.
En la medida en que las energías eólicas y solares sustituyan de forma mayor a los combustibles fósiles, el problema será más complejo, porque hasta ahora la energía alternativa que se produce siempre tiene la almohada del uso de las fuentes fósiles, que le dan así la flexibilidad que el sistema carece. Porque uno de los puntos clave de la cuestión y que no está bien resuelto es el del almacenamiento de energía. Cuando no hay sol o falta de viento, no se produce energía de estas fuentes. El recurso habitual es usar entonces a otros proveedores como el gas, o la misma energía nuclear. Pero en la medida en que éstas pierdan peso, si no se resuelve la cuestión del almacenamiento, habría claramente un problema de regularidad en el aprovisionamiento. Por tanto, la reducción de costes en el almacenamiento en baterías es una prioridad absoluta. Como también lo es el hidrógeno verde, que resolvería parte de los problemas, pero que se duda de que pueda ser rentable antes del 2050. Esto significa que durante muchos años continuaremos dependiendo del gas, y esto explica la posición de la CE considerándolo una energía verde.
Planteados en estos términos, el coste de la energía para el usuario no se reducirá, sino que se aumentará. Al menos hasta 2040, según la mayoría de las previsiones. Además están todos los cambios que se tendrán que producir, por ejemplo la sustitución por vehículos eléctricos y aquí, como señalábamos ayer, no está nada claro por qué las políticas públicas no dan un mayor impulso a las plantas de combustibles sintéticos de cero emisiones, que permitirían seguir utilizando motores de explosión durante mucho más tiempo.
El interrogante que aflora sobre todo es esencialmente político. ¿Por una parte si alguien en algún lugar está previendo las consecuencias sociales de toda esta transformación? porque, si no es así, y se deja en la pura inercia, lo que ocurrirá es que los de siempre, las empresas y las economías más débiles, serán los que acabarán soportando la principal losa de la transformación.
La otra consideración política es la de si la complejidad del proceso, las variables en juego, las diversas opciones, más los aspectos de la geoestrategia de la energía están bien estudiados por nuestros gobernantes o, como parece, manifiestan una notable ignorancia que nos puede conducir -algún túnel oscuro ya se vislumbra- a situaciones de crisis.