En las pasadas elecciones presidenciales francesas del 2017, Emmanuel Macron contó con un importante factor a su favor: la segunda candidatura más votada en la primera vuelta fue la de Marine Le Pen, líder del Frente Nacional.
Esto permitió a Macron, que ya había jugado a fondo la carta del centrismo, beneficiarse del llamado «frente republicano», por el que todos los demás partidos políticos piden el voto por el candidato opositor a la extrema derecha. El resultado, en 2017, fue una amplia victoria de Macron.
Cuatro años más tarde, la situación parece invertirse por primera vez en la historia de la Quinta República francesa. Hace muchos meses que todas las encuestas apuntan a un margen cada vez más estrecho para Macron en las próximas elecciones presidenciales dentro de un año.
Uno de los últimos sondeos, publicado por L’Opinion, señala un 53% de intención de voto para Macron y un 47% para Le Pen. Un resultado inaudito.
Más relevante aún, por primera vez en la historia reciente de Francia, los franceses rechazan en su mayoría hacer barrera contra el Reagrupamiento Nacional (RN), el nuevo nombre del partido fundado por el intratable Jean-Marie Le Pen.
Recientemente, el líder del partido de extrema izquierda Jean-Luc Mélénchon ha afirmado que en caso de repetirse el duelo entre Macron y Le Pen en 2022, él no daría como consigna de voto la de optar por el primero. «Uno es de extremo centro, es decir, un liberal caótico, muy autoritario. Y la otra (…) sabemos muy bien de quién se trata, es la extrema derecha tradicional», declaró.
Así dispuestos, los partidarios de Macron ven como cada vez más indicadores apuntan en su contra. El peligro para el actual presidente es enorme: se arriesga a perder el sello de «mejor garantía contra Le Pen».
Para entender lo delicada que es la situación para Macron hay que tener en cuenta el terror que persiste en el establishment político y mediático francés ante la posibilidad de un Le Pen a la presidencia.
Durante décadas, Jean-Marie Le Pen y más recientemente su hija han sido marginalizados el máximo posible, convertidos en auténticos parias por defender posiciones supuestamente contrarias a los «valores republicanos», término equívoco pero omnipresente en la vida política francesa.
Los factores que explican el auge político, lento pero hasta ahora imparable, de Marine Le Pen son diversos, pero se pueden quizás resumir en tres.
El primer factor es la estrategia de normalización que ha desplegado Marine Le Pen desde que se hizo con la presidencia del partido. Ella le ha llevado a un cambio de tono y a pulir ciertos aspectos del programa político del Frente Nacional.
El segundo factor es la decepción que Emmanuel Macron ha causado como presidente, tanto entre sus seguidores como entre el público general. De cara a los primeros, Macron ha demostrado pecar de falta de perseverancia.
Sus grandes promesas para modernizar la economía han quedado en bien poca cosa, y los principales problemas siguen presentes (sistema de jubilación insostenible, burocracia ineficaz y carísima) o han incluso empeorado (por ejemplo, la deuda pública y pérdida de competitividad).
Entre los segundos, Macron se ha ganado la reputación de presidente débil y orgulloso al mismo tiempo, alejado de los problemas de la gente común y prisionero de una doble retorica destinada únicamente a satisfacer aquellos para quiénes habla.
El tercer factor, más profundo, trata de la aceleración de numerosos problemas en Francia durante los años de presidencia de Macron, como el vandalismo y los desordenes públicos, los asesinatos, el tráfico de drogas, la expansión del islamismo radical, pero también el anquilosamiento económico del país y la creciente fragmentación de su tejido social.
De hecho, cada vez son más los franceses que, sin ser simpatizantes de la extrema derecha, declaran abiertamente que Francia está en plena decadencia. Una constatación que la crisis sanitaria de la Covid-19 y la errática y lenta respuesta del gobierno francés ha generalizado todavía más.