Dos mañanas a la semana viene a ayudarnos en las tareas domésticas. Lleva ya cinco años aquí desde que vino de su Bolivia natal. Su hija mayor, con los dos hermanos más pequeños, vino dos años después, y viven los cuatro en casa de la hermana de la madre, que ya lleva más tiempo en el país. Esto hace que el gasto de la vivienda salga mejor para todos.
El padre vino de Bolivia a ver a su parentela, un viaje que concede la estancia de unos días determinados, pasados los cuales, hay que volver al país de origen. A un día para el regreso, los hijos lloraban porque no querían que el padre se fuera. Finalmente decidió quedarse con la familia.
A partir de ese momento se convirtió en un «ilegal». Debería haber vuelto voluntariamente a su país, lo que no hizo. Pasó unos días medio escondido, hasta que fue localizado y conducido al Centro de Internamiento de Extranjeros (CIE), donde permanece encerrado.
En la lógica del derecho de extranjería, estas personas no pueden estar en nuestro territorio, ya que jurídicamente están expulsadas. Su mujer con lágrimas en los ojos, nos comentaba que no entendía porque habían encerrado a su marido si no había hecho nada malo.
Oyendo estas palabras y viendo este dolor nos podemos preguntar, ¿cómo podemos hablar de Derechos Humanos, si ponemos una ley humanamente injusta por encima de los derechos de la persona?. ¿Como es que no reconocemos de una vez por todas, el expolio que los países occidentales hicimos con los países del Sur en la época colonial, y que seguimos haciendo ahora, en un presente caracterizado por sacrificar una parte de la humanidad en nombre de nuestro bienestar?
Cuando en 1948 fue proclamada la Declaración Universal de los Derechos Humanos fueron considerados inalienables, porque no pueden ser arrebatados por nadie, ni por el Estado ni por el tiempo, ya que no caducan. Sin embargo, miramos a nuestro entorno y vemos unas desigualdades abrumadoras. Y cabe preguntarse, ¿si estos derechos son inalienables, porque no se cumplen ?, ¿qué se puede hacer? Aunque sea un pequeño paso personal, y ahuyentar de nuestro marco vital la rivalidad y la competencia para dar paso a la ayuda y la solidaridad, cambiar el enfrentamiento por la cooperación, y finalmente hay que hacer un doble acto de reconocimiento y de condena. De reconocimiento a la economía de mercado por haber puesto a nuestro alcance todos aquellos bienes de consumo necesarios para poder llevar una vida digna, pero también hay que condenar irremisiblemente la economía de mercado porque ha creado la destrucción ecológica y la miseria cultural, pero sobre todo, porque ha creado riqueza para pocos y pobreza para muchos.