A pesar de la resistencia a aceptarlo, las elecciones al Parlamento Europeo están cambiando Europa. Basta con ver la repercusión en un país tan importante como Francia para constatarlo. La fuerza gubernamental por excelencia, la del presidente Macron, se ha desmoronado y aparece un nuevo aspecto político muy polarizado entre un heterogéneo frente popular y el Agrupamiento Nacional de Le Pen.
Sin embargo, es que, a escala europea el cambio también se está produciendo y va a más porque es un proceso. Los partidarios de los poderes establecidos hasta ahora (liberales, verdes y socialdemócratas), que han salido derrotados de las últimas elecciones y sus medios de comunicación, se afanan por construir el discurso de que nada ha cambiado y que hay que mantener el poder europeo en manos de estas fuerzas aliadas con los populares, que son generalmente los que han ganado.
Si bien harán bien al leer correctamente la dirección de su victoria y medir si deben aferrarse a lo que se está autodestruyendo o trabajar para forjar nuevas mayorías y nuevas centralidades. Berlinguer, el mítico líder del partido comunista italiano, escribía que “la contraposición y el choque frontal entre partidos que tienen una base en el pueblo y por los que importantes masas de población se sienten representadas, conducen a una ruptura, a una verdadera escisión en dos de cada país, que sería fatal para la democracia y atropellaría las bases de la supervivencia del estado democrático”.
Esta advertencia sigue vigente, pero los derrotados de la alianza liberal progresista (verdes, socialdemócratas y liberales), siguen apegados a predicar la polarización y la dialéctica amigo-enemigo en lugar de generar una fuerza centrípeta hacia la centralidad, que es el papel que debería ser capaz de desarrollar el PPE.
Aquellos partidos se han olvidado de cuál es su misión: la de proporcionar bienes públicos a la población y resolver problemas. Es una radiografía generalizable en muchos países, en particular en Cataluña, donde todos los partidos confunden los bienes públicos con sus intereses partidistas. En realidad, y es una opinión generalizada, los responsables de la crisis de Europa sólo pueden culparse a sí mismos.
En lugar de eso y además de reiterar la construcción de alianzas pasadas, confieren extrañas teorías, como la que dice que todos los problemas que derivan de la emergencia de la derecha alternativa son consecuencia de las políticas de Thatcher y Reagan. ¡Dios le do! Ambos dirigentes, que ciertamente han marcado un período de la historia, acabaron sus mandatos en la raya de 1990. Si después de 34 años siguen siendo la causa de lo que sucede ahora, es que alguien ha perdido el oremus.
Se dice que el problema es que los estados no han proveído suficientemente de bienes públicos y que esto ha creado malestar . Pues no será porque no se hayan endeudado hasta las cejas y el gasto estatal no haya crecido de forma exorbitante a lo largo de estas décadas. Por ejemplo, en España el gasto público se acerca ya a mitad de todo el PIB, más del 46%. Si con ello no logran resolver problemas de injusticia social, significa que son notablemente incapaces y derrochadores.
El problema de fondo es que el establishment europeo, empezando por la propia Comisión, vive ajeno a la realidad. Sólo hace falta constatar este aspecto, que no es ciertamente un detalle: mientras que Europa impone políticas terriblemente restrictivas de transición energética para proteger el clima de los estragos de las emisiones de CO₂, resulta que 2023 ha marcado la cima en este tipo de emisiones. ¿La razón? Los buenos precios del carbón han disparado el consumo histórico en India y China, que constituyen una parte cada vez mayor de la humanidad.
¿De qué sirve una transición energética que se carga sobre la espalda de los más débiles y que no resuelve el problema del cambio climático porque su origen está en otros lugares? Europa prefiere ignorar esta complejidad y realiza ejercicios de salón que encantan a las élites que gobiernan y pasan factura a empresas y trabajadores, a sectores industriales y agrícolas.
En lugar de interrogarse sobre las causas que han comportado el bajón de sus partidos (socialistas, liberales y verdes), en lugar de criminalizar a los partidos de la derecha alternativa, deberían preguntarse por qué, por ejemplo, un obrero francés vota al grupo nacional y no a los partidos de izquierda.
Luego está el estrabismo desmedido de estos líderes que se pasan el porrón entre ellos. Por ejemplo, se demonizan las alianzas con partidos como lo que pueda significar Meloni, salvo si lo hacen algunos del grupo de quienes van pasándose el porrón del poder europeo entre ellos y de hace años. Es el caso del líder liberal Mark Rutte, que pasará ahora, porque es de los que beben del porrón, a dirigir la OTAN, que es uno de los grandes porrones de la élite europea.
Pues bien, el partido liberal de Rutte ha pactado la formación de un nuevo gobierno en La Haya con la extrema derecha antiinmigración de Geert Wilders, que son miembros del grupo del Parlamento Europeo de Identidad y Democracia, que lidera Le Pen y es más radical que el grupo de los conservadores y reformistas europeos de Meloni. Pero a Rutte nadie le reprochará nada, empezando por el propio Pedro Sánchez.
Con hechos de este tipo no es raro que cada vez haya más gente que esté hasta el gorro de juegos de arbitrariedades e intereses que en nada les benefician, y estén dispuestos a encontrar nuevas soluciones aunque piensen que quizás también forman parte del problema.